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La magia insuperable de Alejandro Obregón

Este pintor es el creador supremo de la geografía nacional, y el conquistador del color del Caribe.

Alpher Rojas
En el principio fue el orden. La rigidez, las aguas separadas de los valles, y estos, de las cumbres. Las aves en el cielo y los peces en el agua. Según la leyenda, “la obra de Dios estaba concluida”. Y a ese orden correspondía el arte colombiano antes de Obregón, quien dijo entonces: ¡Sea la exuberante belleza del caos! ¡Únanse las aves y los peces, el sol y los volcanes! ¡Las tempestades y los truenos! ¡Mézclense los vientos y las aguas, la luz y las sombras! ¡Sean uno el cielo y la tierra, la flora y la fauna! ¡Que rujan las flores y florezcan las bestias! No es bueno que los colores estén separados: ¡Revuélvanse! Copulen para que se multipliquen y el mundo se pueble de colores nuevos.
Entonces los colores se desencadenaron, y sobre las alas de luz condujeron la pintura colombiana a la modernidad bajo el aliento mágico de ‘Prometeo’ Obregón, creador supremo de la geografía nacional y conquistador del color-fuego del Caribe, de los Andes, de la Amazonia…
Libertador de cinco naciones: el mar, el cielo, las montañas, la selva y los mitos, ‘Simón’ Obregón las unió en un solo país: Colombia, al que le dio identidad, haciéndolo reconocible ante el mundo y ante nuestros propios ojos. No es que la pintura de Obregón exista gracias al paisaje colombiano. Es este el que comenzó a existir gracias a la pintura de Obregón. Es el don del color obregoniano lo que le dio vida a nuestra naturaleza. El que le dijo “Levántate y anda”.
Pero ‘Cristóbal’ Obregón no descubrió el continente del color por casualidad. ¡Qué largos y riesgosos viajes por mares tormentosos! Cuando frisaba los veinte años le dijo a don Pedro, su padre, que quería ser pintor; este se quedó perplejo, como si escuchara un gatito ladrar, porque hasta entonces Alejandro había dado muestras de una perfecta salud mental. Nada hacía sospechar que el hijo alentado pudiera llegar a desdeñar un brillante porvenir de industrial que le ofrecían las empresas de su padre, para correr el riesgo de una existencia de artista que supone una prolongada travesía por la cuerda floja sobre abismos de miseria o un vuelo en busca del sol con alas de cera.
Sin embargo, para ‘Ícaro’ Obregón su determinación era un llamado, como el aullido de los lobos de Jack London, al que no podía negarse porque era más fuerte que su voluntad.
Convencido de que “ser pintor es un sino”, y advertido también don Pedro de lo mismo, con resignación facilitó a su hijo los medios para emprender el camino, y Alejandro Alcatraz remontó el vuelo a Boston en busca de los maestros que habrían de iniciarlo en el dominio de las técnicas del oficio.
Fue rechazado por el director de la Academia de Boston, quien juzgó que Obregón carecía de talento, pero fue admitido en el sótano del museo de la misma ciudad, donde una profesora dictaba clases a los niños hasta los diez años. Alejandro, el grande del salón, tenía veinte, de modo que, según relata Obregón a Fausto Panesso, Miss Lebrecht comenzaba sus lecciones así: “Bueno niños y señor Obregón…”.
Sus estudios en Boston se quedaron a medio camino, pues viajó a España donde desempeñó el cargo de vicecónsul mientras seguía tomando clases de pintura y soñando estéticamente. En Barcelona hizo su primera exposición individual en 1943, en la que muestra ya algunos logros.
Lo que siguió después fue su regreso a Colombia; su vinculación con el Grupo de Barranquilla: su amistad estrecha con García Márquez y Cepeda Samudio, a quien le inyectó la energía que le faltaba para terminar La casa grande; su traslado a Bogotá, su relación con los poetas del café El Automático: León de Greiff, Gaitán Durán y Cote Lamus; sus primeras exposiciones, los inicios de su revolución antiacadémica; su lucha por meter el arte nacional en el corazón del siglo; su residencia en Francia y su nuevo y definitivo retorno a Barranquilla.
Lo recordamos hoy como el pintor de esta Colombia que agita al mundo una tela de Obregón por bandera, cruzado los brazos en su pecho de peñasco marino y con sus ojos profundos en los que cabe el mar, arriba de los cuales un sol de cabellos despeinados parece irradiar colores de esperanza para la paz de Colombia.
Alpher Rojas
Alpher Rojas
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