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La compostura presidencial

El Presidente debe saber que lo más duro del proceso está por venir.

Un académico que visitó el país hace pocos días se regresó a su universidad europea con un mal sabor de boca. Antes de partir me dijo que, a pesar de ser él un defensor de la negociación del Gobierno y las Farc en La Habana, le impacta cómo se está forjando, entre los amigos del proceso, “un fundamentalismo pacifista que no admite críticas y tilda de enemigo de la paz a cualquiera que plantea un cuestionamiento”.
Tiene mucha razón. Es como si expresar alguna duda sobre la negociación, sus riesgos y sus limitaciones fuese pecado mortal. Antes, ese radicalismo pro Habana se concentraba en sectores de opinión que, aunque no vieron bien la llegada de Juan Manuel Santos al poder en el 2010, suavizaron su postura hacia él a medida que tomaba distancia de su antecesor y mentor, Álvaro Uribe. De hecho, más que santistas, se trata de sectores ante todo antiuribistas, tan extremistas como los fanáticos uribistas que no admiten verdad distinta que la del expresidente.
Hasta ahí la cosa no parecía salirse de lo normal en un país donde, como dijo alguna vez Gabriel García Márquez, más que opinión pública lo que hay son hinchas que lo mismo hoy aplauden a rabiar a un dirigente que mañana lo crucifican con los inris más denigrantes.
Pero hay una novedad: el presidente Santos, que hasta hace poco trataba de mantener la compostura a la hora de absolver las dudas que despierta el proceso con las Farc, está perdiendo su inspiración liberal y republicana –esa misma que lo llevó a aprobar la mesa de La Habana– y luce salido de casillas. La andanada contra mi colega Plinio Apuleyo Mendoza y frases como “en qué idioma tengo que repetir...” muestran que el Presidente anda en una peligrosa deriva, según la cual quienes lo critican sirven a mezquinos intereses o son brutos.
No comparto algunas de las críticas que Plinio le hace a la negociación de La Habana. He dicho varias veces en esta columna que Santos hizo bien en iniciar el proceso con las Farc. Ejerzo –eso sí– mi obligación de señalar riesgos y desaciertos de un asunto complejo que no puede ser visto en blanco y negro, sin matices. Pero defiendo a rajatabla el derecho de Plinio a cuestionar y criticar. ¿No es eso lo que corresponde en una sociedad democrática que valora el libre examen?
Lo otro –considerar que muchos colombianos somos brutos y por eso no entendemos las maravillas que se derivarán de un acuerdo con las Farc– es agregar a la intolerancia una soberbia mucho más digna de los chavistas venezolanos o de los ‘furibistas’ locales que de un mandatario que ha dado la máxima muestra de tolerancia y humildad que un gobernante puede ofrecer: sentarse a la mesa a negociar con sus adversarios en la guerra, aquellos mismos que él, como ministro de Defensa de Uribe, ayudó a derrotar.
Haría bien Santos en aprender de su jefe negociador, el exvicepresidente Humberto de la Calle, quien demuestra a diario su paciencia tanto en la mesa misma de La Habana, ante tan sinuosos y tercos interlocutores, como en las respuestas que brinda en público a las críticas a la negociación. Unas clases de talante republicano dictadas por De la Calle le vendrían bien al Primer Mandatario.
El Presidente debe saber que lo más duro del proceso, tanto en la mesa como frente a la opinión pública, está por venir. Y que serán muchos los momentos en que tendrá que respirar hondo y salir a dar todas las explicaciones que las críticas y las situaciones demanden: es su obligación. Lo contrario –ser tolerante con ‘Timochenko’ y sus secuaces, pero intolerante con Plinio y otros críticos– le queda mal a un hombre que estudió en Londres y en Boston y, mucho más grave aún, le puede hacer un terrible daño al proceso, que lucirá así impuesto desde arriba por un Gobierno que prefiere vencer que convencer.
Mauricio Vargas
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