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País de gramilla

Ese es un poco el destino nuestro, el de Colombia: ser fundamentalistas, en cualquier tema.

    Cuenta la leyenda que en diciembre de 1992 David Gilmour vino a Cali a dar un concierto. Lo trajo el gran Chucho Merchán, alma de Dios, para un evento ecológico que fue un desastre y en el que ambos salieron despavoridos y estafados. No fue casi nadie al estadio, y el sonido parecía (era) el de una izada de bandera en un colegio malo y solemne. Pero todo eso lo toleraron con bondad Gilmour y Chucho, y Daltrey y no sé quién más.
    Hasta cuando la mafia buscó a estos próceres del rock y la belleza, y les dio a entender que tenían un problema muy serio, papi, porque dos días después del concierto jugaba el América de Cali (un equipo de esa época) y la gramilla había quedado hecha pedazos; o eso decían. Cuenta la leyenda que el pobre Gilmour, aterrado, se escapó por una puerta trasera del hotel, y cogió el primer avión que se le pasó por delante. "Lléveme lo más lejos que pueda, señor", dicen que dijo el guitarrista de Pink Floyd.
    Se trata de un episodio más, como ven, de esa vieja y noble obsesión colombiana por preservar intacta la gramilla de los estadios. Algo por lo que somos reconocidos en el mundo entero, y donde ejercemos como esa "potencia moral" de la que tanto hablaban los centenaristas. Aquí puede pasar de todo -que dos curas católicos se amen, que se hunda el país, que alguien tenga talento, que los bomberos hagan porno-, pero lo que es la gramilla se respeta.
    Por lo menos en Bogotá es así. Está todo listo para que venga Paul McCartney dentro de muy poco, pero falta solo eso: el estadio. Y el Distrito no lo presta (es decir que no habrá concierto) porque la gramilla es sagrada: el templo donde semanalmente ocurre esa sinfonía que es el fútbol capitalino, y no se puede profanar con rituales paganos ni conciertos. Solo fútbol, belleza.
    Los que queremos rock, como el personaje de Qué nos pasa, tenemos que ir a buscarlo a otro lado. A los potreros, al coliseo, a algún lupanar; pero el estadio no es para turbamultas ni para congregaciones de hippies, no, señor. ¿No que el fútbol es un acto de fe, una religión? Pues hay que dejarlo florecer, protegerlo. Que nadie le pise su jardín.
    Curioso que este país tan cosmopolita y universal, tan progresista, sea tan ortodoxo en el tema de sus estadios, ya que en el mundo (pero el mundo es una excepción, claro) la costumbre es otra. Allí los estadios sirven también para hacer conciertos, y para una cosa aún más rara entre nosotros: jugar fútbol, jugar fútbol de verdad. Y a nadie sensato se le ocurre decir que lo uno excluye a lo otro.
    Hablo de Wembley o de River, sí, pero también del Estadio Monumental de Lima, o del Hernando Siles de La Paz, o del Estadio Nacional de los Deportes de Harare en Zimbabue. En todos se hacen conciertos y se juega a la pelota. Decía el doctor José Tapia, director alguna vez del IDRD, que después de un concierto la cancha del Campín no tenía el nivel para un partido de fútbol. Le contestó un amigo mío: "Ni antes tampoco".
    Ese es un poco el destino nuestro, el de Colombia: ser fundamentalistas, en cualquier tema, de las minucias, de las cosas que no son importantes. Y por eso no nos ocupamos jamás de las que de veras lo son. El fútbol colombiano lleva décadas en manos de las mafias y de la mediocridad, de los intereses más mezquinos, de la violencia, de la anemia, y lo único que nos preocupa es la gramilla. Quienes quieran ver a Paul McCartney o a los Rolling Stones o a Madonna, pueden ir comprando sus tiquetes. Sus tiquetes aéreos a cualquier ciudad del mundo que no quede en Colombia.
    Dice el alcalde Petro que todo lo que necesitas es amor. Debería dejar que a Bogotá viniera quien compuso, junto con John Lennon, esa canción.
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