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¿Ya vamos llegando?

Hay sitios de Colombia donde el Estado es un ‘Estado fallido’: un botín de guerra y desolación.

Ya se sabe, más o menos, que sobre el ‘progreso’ de Colombia hay dos visiones por lo general contrapuestas que suelen tener todos los matices que uno quiera, todas las variaciones, todas las polémicas y advertencias del caso: una es la visión de los que dicen que el vaso está medio lleno, y otra es la de los que dicen que está medio vacío. Por eso le puse las comillas al progreso, porque aun ese concepto está en discusión.
Y con él todos los que le pertenecen como por derecho propio, los que su sola invocación arrastra siempre consigo: el concepto del bienestar, por ejemplo, o el de la riqueza y la pobreza, el de la felicidad, aun el de la civilización y la barbarie (?). Eso por no ahondar en el concepto mismo de la legitimidad del Estado, que en la Modernidad suele tener ese requisito moral e inapelable: el progreso como un fin, el progreso como una obsesión.
La verdad es que negar los avances de Colombia en su historia no tiene ningún sentido, ni siquiera es justo. En lo material, en lo cultural, en lo político, en lo social, este es un país que sin duda ha progresado; basta asomarse a nuestro pasado (o al de nuestros pares) para estar de acuerdo con muchas de las cosas que dicen, y las cifras que sacan, quienes han querido ver el vaso medio lleno.
El problema, y esta es una obviedad, se hace más difícil cuando muchas de esas ‘formas visibles del progreso’, por llamarlas de cualquier manera, no se dan en todas partes por igual; cuando hay lugares donde no se dieron nunca y quizás no se darán ya. Ahí no se trata ni siquiera de ver el vaso medio lleno o medio vacío, sino de reconocer que hay sitios a los que el vaso no llegó jamás. Se lo robaron o lo rompieron en mil pedazos.

Buenaventura y el Pacífico, esa región envilecida por décadas, siglos, de esa indolencia de todos los gobiernos que le prometieron lo que no iban a cumplir; porque eso también es gobernar aquí.

Es el caso de muchas regiones de Colombia que siguen en este país casi por inercia o por milagro, o porque son tan desdichadas que ni siquiera se han podido ir para otro lado. Regiones abandonadas a su suerte desde hace años, siglos, y en las que el Estado ha sido sobre todo su ausencia: un vacío cada vez más grande y más ruin; un vacío que se llena con los peores sucedáneos.
Esas son las regiones arrasadas por la corrupción y la violencia, en manos de una clase dirigente voraz y sin escrúpulos. Pero esa es la consecuencia del abandono del Estado, no su causa. Porque hay sitios de Colombia donde el Estado, para usar la expresión que ahora tanto le gusta al presidente y exministro Santos, es un ‘Estado fallido’: un Estado que no existe, un botín de guerra y desolación.
Como pasa con Buenaventura y el Pacífico colombiano, esa región envilecida por décadas, siglos, de negligencia oficial, de esa indolencia de todos los gobiernos que le prometieron lo que no iban a cumplir; porque eso también es gobernar aquí. Y lee uno los relatos de los viajeros por el puerto hace cien o doscientos años, y dos cosas lo aterran: la primera, el horror que entonces era todo allá; y la segunda, que casi nada ha cambiado hoy.
Supongo que solucionar esa situación es muy difícil, casi imposible, pues en ella se concentran demasiados errores y demasiadas injusticias, demasiada historia que ya nadie podrá deshacer. Pero a esa infamia no le podemos sumar ahora otra aún peor, que es la de quitarles la voz y la calle a quienes han vivido y sobrevivido ese infierno y ya no pueden más. Los que se cansaron porque algún día se tenían que cansar.
Más en un país que se despierta todas las mañanas, como dice Mauricio Restrepo, a ver por televisión que la gran noticia nacional es el trancón en la carrera 30 de Bogotá o el choque de una flota y una volqueta en Soacha. Como si Colombia siempre quedara allí.
Y ahora dicen que el Estado por fin va llegando a Buenaventura. Ojalá no lo digan solo por el Esmad.
JUAN ESTEBAN CONSTAÍN
catuloelperro@hotmail.com
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