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Tiro de esquina

Algún taxista tenía que apiadarse de nosotros: este señor jugó con Maradona.

Hace ocho días, caminando por Bogotá, me ocurrió algo absurdo y maravilloso a la vez; como una escena de una película de Woody Allen o, aun mejor, una de un cuento de Osvaldo Soriano. Eran las 5 de la tarde y yo iba por la carrera novena hacia el norte, a la altura de la calle 76. Venía hablando por teléfono, ensordecido por los pitos de ese trancón que allí, a esa hora, bien puede durar una semana entera.
Entonces, en toda la esquina, a un metro de distancia quizás, vi una cara que se me hizo muy conocida. La llevaba un señor de traje entero que venía caminando hacia el sur, frente a frente conmigo, así que muy pronto nos teníamos que cruzar. Pero mientras eso pasaba –el tiempo va ahora en cámara lenta, como los carros del trancón– yo iba pensando sin parar: “¿Dónde he visto a este tipo, quién es que es?”.
Y cuando lo tuve justo al lado mío, como en un rapto, lo reconocí por fin y le grité: “¡Maestro Russo!”. Él me sonrió muy amable y apenas me dijo, con esa voz parsimoniosa con la que habla cuando no está dando órdenes desde el costado de la cancha, casi siempre parado y moviéndose de un lado para el otro: “Adiós, qué tal...”. Era Miguel Ángel Russo, el técnico de Millonarios.
Aunque mi emoción al saludarlo no tenía nada que ver con ese hecho (más bien al revés) sino con la simpatía que siempre me inspiró su figura, desde hace tiempo. Desde el Mundial de 1986, por lo menos, del que se quedó por fuera por una lesión en la rodilla; yo no sabía entonces quién era quién, pero no se me olvidan las únicas cuatro monas de Argentina que pegué ese año en el álbum de Panini: Russo, Fillol, Pasculli y Bochini.

Todavía recuerdo mis manos de niño pegando su cara en el álbum del Mundial: Russo, Fillol, Pasculli
y Bochini.

Lo extraño es que luego de cruzarnos y saludarnos al paso quien me habló fue él, cuando yo ya seguía de largo, feliz nomás de haberme encontrado con un técnico al que admiro mucho y cuyos equipos me parece que juegan siempre bien, con orden y ganas y temple. Pienso en el Vélez insuperable de 2005, o en el Boca campeón de la Libertadores en 2007; o en ese Rosario que le ganó a Newell’s en 2013, y él lloraba conmovido al final.
Así que cuando me habló yo no entendí qué estaba pasando, de hecho pensé que no era conmigo, qué va a hablar con uno Miguel Ángel Russo en una calle de Bogotá. Volvió a decirme algo entonces, con su acento argentino, muy discreto: “¿Me podés ashudar?”. Me devolví y le dije que claro, que qué necesitaba. Me dijo que estaba tratando de coger (“tomar”) un taxi, que iba como perdido.
Le pregunté si iba para el norte o el sur, me dijo que para el norte, para Unicentro. Se me ocurrió que lo mejor era coger el taxi ahí mismo, en la carrera novena. “Aquí no te paran más”, me dijo, y añadió resignado, como si fuera un local: “Shevo caminando varias cuadras...”. Le recordé la frase del filósofo griego: “Bogotá es la única ciudad del mundo donde el que pregunta ‘¿para dónde va?’ no es el taxista sino el pasajero...”. Se rio.
Nos fuimos entonces para la carrera séptima, algún taxista tenía que apiadarse de nosotros allí; alguno por lo menos tenía que ser hincha de Millonarios, que lleve al profe. Y mientras íbamos caminando me parecía de verdad increíble: este señor jugó con Maradona, por favor; todavía recuerdo mis manos de niño pegando su cara en el álbum del Mundial: Russo, Fillol, Pasculli y Bochini.
Hablamos de fútbol, me dijo: “¿Podés creer que es el único juego que no ha cambiado las reglas desde que empezó?”. Le iba a decir que quizás por eso nos gusta tanto y nos hace tan felices; por eso se parece tanto a la vida. Pero pasó por fin un taxi, le pusimos la mano. Russo le preguntó al taxista, sonriendo: “¿Vas para Unicentro?”.
No soy hincha de Millonarios, jamás. Pero mientras ese señor sea su técnico, yo lo quiero ver ganar.
JUAN ESTEBAN CONSTAÍN
catuloelperro@hotmail.com
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