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Merecida fama

No hubo un solo momento en el que no me conmoviera el prodigio de la vida y la obra de J. K. Rowling

Uno de los vicios humanos más incomprensibles y prestigiosos es el del desprecio gratuito y absoluto, como una teoría, como un prejuicio, qué contradicción, de lo que muchos llaman con horror ‘lo comercial’: lo que tiene éxito y le gusta a casi todo el mundo; lo que logra triunfar y seduce a las mayorías; lo que muy pronto se vuelve lugar común, una pasión compartida y desvergonzada que no para de crecer.
Esa fobia a lo que está de moda suele incubarse y florecer sobre todo en los días solemnes de la adolescencia, y, como la adolescencia misma, puede llegar a durar toda la vida. Hay quienes la contraen muy jóvenes y luego ya no se pueden curar, ni siquiera con ese tratamiento implacable que es la vida. Por el contrario, se vuelven más exigentes y meticulosos, cada vez más selectos, obsesivos, dogmáticos e idiotas.
Álvaro Mutis se inventó una magnífica frase de Ortega y Gasset que siempre citaba para burlarse de la democracia: “Cuando más de dos personas están de acuerdo es para una idiotez o para una bellaquería...”. Esa es un poco la misma idea que está detrás de quienes odian por principio lo que todo el mundo está leyendo, lo que todo el mundo está viendo, lo que todo el mundo está comentando... “¿Tantos allí? Nada bueno”.
Y también es que la masificación de lo que sea, incluido a veces lo mejor, produce casi siempre el efecto muy rápido del hastío y la saturación; el cansancio. Como si se diera el deterioro irremediable de los ingredientes con los que se hace un plato delicioso, un manjar, pero que consumido así, por tantos a la vez, nos ahuyenta y nos horroriza, “mejor vámonos ya de aquí”.

Esa fobia a lo que está de moda suele incubarse y florecer sobre todo en los días solemnes de la adolescencia, y, como la adolescencia misma, puede llegar a durar toda la vida.

Cuando yo era muy joven, a mí también me dio por esas, como a todo el mundo. Con el rock, con la música. Y por cada grupo o cada canción de moda en los que quisiera iniciarme algún amigo de buena voluntad, yo iba y me buscaba un antídoto, cuanto más recóndito y esotérico, mejor. “¿Nirvana? No puedo: estoy con los Troggs... ¿Metallica? Huy, muchas gracias: apenas voy en Uriah Heep...”.
Luego la vida me enseñó que muchas veces, por fundamentalista y por majadero, me estaba perdiendo de cosas grandiosas, a las cuales llegué tarde, por suerte no demasiado tarde. Y me enseñó también que ese hecho casi azaroso de la fama o no de esas cosas no es un valor en sí mismo, ni un mérito ni un defecto ni nada, y que no siempre lo comercial es malo y despreciable y lo discreto y minoritario, bueno y encomiable, y viceversa.
Esta semana me pasó algo así también y es que terminé con mis dos hijas mayores una empresa que nos trazamos hace un par de años y nos hizo muy felices, muchísimo. Ayer acabamos por fin toda la serie de Harry Potter, por la que yo nunca sentí ni emoción ni curiosidad ni nada, jamás. Quizás sí me daba mala espina su éxito, o me aburría su historia, o en fin: estaba en otras cosas y nunca me metí en ese mundo, para qué.
Pero llevado de la mano por mis hijas fui entrando en él, y desde que puse pie allí no hubo un solo momento en el que no me conmoviera el prodigio de la vida y la obra de J. K. Rowling, su arte. A cada línea pensaba yo eso: “Esta señora se merece todo y mucho más, ¿hacer feliz uno a tanta gente con algo así...?”. Ese, de hecho, me parece el destino más alto de cualquier creador, regalarles felicidad a los demás.
Hacer su vida mejor, nada menos y nada más, justificar en ciertos momentos que el mundo exista. Mi lista de esos grandes éxitos que me acompañan desde hace años no podía ser más predecible: Charles Dickens (quitarse el sombrero), los Beatles, García Márquez, Julio Jiménez el libretista y ahora Harry Potter, qué emoción.
Me gustaría mencionar también a Jesucristo, a quien solo le pido que no me deje caer en Maluma. No hoy, por lo menos.
JUAN ESTEBAN CONSTAÍN
catuloelperro@hotmail.com
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