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Elogio del arquero

Para ser arquero se necesita haber nacido arquero. Uno entre diez mil.

Ser arquero es un destino extraño y en contravía, una terca y enternecedora vocación con la que acaso se nace y que no tiene cura ni explicación. En la vida se puede llegar a ser lo que sea, defensa central o líbero o enganche, arquero no. Porque para ser arquero se necesita haber nacido arquero –uno entre diez mil, “para nacer he nacido"–, y eso se sabe y se ve desde el potrero, desde la calle y sus primeros goles.
Desde los picados de barrio que empezaban, y empiezan, esas cosas nunca mueren, con el ritual de repartir los jugadores: pica, pala, pica, pala, pica, pala… Siempre había que encontrar un balance entre la calidad y la fuerza, entre la habilidad y la absoluta incompetencia. Eso es lo bueno del fútbol de barrio, que todos juegan; todo se sabe, pero todos juegan. Y entonces venía la pregunta de la muerte, “¿quién tapa?”.
Por lo general nadie quería tapar, nadie quiere, razón por la cual se establecieron varios métodos de urgencia: uno, el más común, que es el del arquero por turnos, cada gol un nuevo miembro del equipo que va y se pone los guantes; el otro método a mí me fascinaba de niño, sobre todo por el nombre que le dimos en Colombia: el del ‘arquero movible’ o ‘arquero móvil’, con licencia para salir y jugar.
Pero a veces, de golpe en esa repartija y esa rebatiña, en medio del caos, entre los gritos y los reproches y las recriminaciones, aparecía uno que decía muy feliz y muy determinado: “Yo tapo, voy al arco”. Los demás nos mirábamos con incredulidad, casi con complicidad; “bueno, que vaya...”. ¿Quién quiere ser arquero? La verdad es que nadie salvo los arqueros; nadie que no haya nacido para eso.

¿Quién quiere ser arquero? La verdad es que nadie salvo los arqueros; nadie que no haya nacido para eso.

Claro: hay excepciones a la regla, vocaciones tardías, situaciones imprevistas. Jorge Campos, por ejemplo, el inolvidable ‘Chapulín’, jugaba por igual como delantero y portero e incluso se cambiaba de ropa en un mismo partido según la posición. Pelé tapó dos veces con el Santos y no me olvido, guardando las debidas proporciones, por Dios, de esa tarde de 1994 en ‘El Campín’ cuando el ‘Gato’ Pérez tapó con el América. Yo estaba allí.
Henry de Montherlant, el grandísimo escritor francés y arquero él mismo –como Albert Camus y como Vladimir Nabokov: los maestros suelen ir al arco, que vayan–, tiene un poema que se llama Las emociones del solitario: un retrato conmovedor de lo que es un arquero; un canto teñido de nostalgia y de afecto que dice: “Va y viene en su jaula como un amante a la espera... Se arranca el pelo como Aquiles...”.
El más dramático de los espectadores: el único que está adentro de la cancha y que también juega el partido, siempre al acecho, viéndolo todo desde abajo. Un jugador cuya función es impedir que ocurra lo que justifica el juego, el gol. Por eso los arqueros (y los genios, y los cafres, y los árbitros) son los únicos individuos verdaderos que están en el partido y cargan con ese lastre como pueden: o son héroes o son culpables, o es gol o no.
Y son excéntricos, cómo no van a serlo si son el arquero. Como decía un comentarista inglés de Peter Shilton: “No es un futbolista, es el arquero”. Bruce Grobbelaar, mítico portero del Liverpool, sacaba un paraguas en los días de lluvia y lo abría bajo el arco; Giuseppe Moro jugó una vez todo un partido con los brazos cruzados, no le había gustado el tono con el que el entrenador le habló antes de salir a la cancha.
Dos fotos nos quedan de esta ominosa ‘Champions’ que acaba de terminar: la de Sven Ulreich, el arquero del Bayern, sentado solo en la mitad de la cancha al perder la semifinal por un error suyo; y por supuesto la de Loris Karius, del Liverpool, llorando, pidiéndole perdón a la hinchada.
¿Quién quiere ser arquero? Nadie, ellos. Gracias.
JUAN ESTEBAN CONSTAÍN
catuloelperro@hotmail.com
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