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Dueños del mundo

Ahí están, con una sonrisa siempre condescendiente y compasiva. Suelen hablar con una terminología esotérica y confusa, cuanto más lo sea, mejor. Allí está su ciencia: en ese simulacro del conocimiento.

Son jóvenes y creen que esa es una virtud, además una virtud que dura para siempre. Y por supuesto lo saben y lo pueden todo –basta verlos–, no les han llegado aún el tiempo de las dudas ni los años, la vida con sus golpes implacables y metódicos. Si no fueran tan arrogantes podrían ser de verdad optimistas, o incluso útiles y competentes, pero los enceguece la certeza de tener siempre la razón.
También es que la sociedad entera los ha metido en esa ficción que a fuerza de ocurrir todos los días y a toda hora se ha vuelto una verdad irrefutable, y la culpa no es solo suya. No: la culpa también es nuestra, de todos los demás, porque hemos permitido que las cosas sean así, que eso parezca normal y bueno, que el mundo se rija en tantas partes y en tantos momentos por esa doctrina absurda.
Pero ahí están, impecables y atildados, vestidos con esmero, peinados, con una sonrisa siempre condescendiente y compasiva con el resto de la humanidad. Lo cual es de agradecer, además, porque muchas veces, muchísimas, no se da ni siquiera esa sonrisa, como si la amargura tan temprana o la antipatía y la soberbia fueran parte del oficio: una muestra más de su poder, de la necesidad que el mundo tiene de ellos.
Suelen hablar con una terminología esotérica y confusa, cuanto más lo sea, mejor. Allí está su ciencia: en ese simulacro del conocimiento; en ese dominio excluyente y vanidoso de unas palabras y unas frases que son siempre las mismas, y por lo general igual de ingenuas y obvias y predecibles, solo que ellos las pronuncian como si fuera un gran descubrimiento, como si sus interlocutores tuvieran que estarles agradecidos.
Les fascinan las siglas, ah, los enloquecen. Mejor dicho: concepto que no pueda escurrirse y reducirse a unas pocas letras o a sus iniciales no tiene ningún valor, no existe, no sirve. Con una condición: lo que uno vaya a decir debe decirlo en inglés. O al menos intercalar en el discurso, para resaltar su importancia, palabras de esa lengua que son las que dan la clave de lo que se está diciendo, de la esencia de las cosas.
Eso sumado a un universo riquísimo de categorías que constituyen casi una religión, al menos una fe: el liderazgo, el empoderamiento, el pensamiento crítico y creativo, la socialización, el bienestar, la empatía, la innovación, la resiliencia, por favor, es muy importante la resiliencia, así como la planeación estratégica y la retroalimentación. Que haya armonía (sinergia) entre el CEO, el CFO, el CIO y el CCO.
Y no hablo de un ámbito en particular, porque esa versión de lo humano ha llegado hoy a todas partes y se da por igual en la academia o en el fútbol, en la filosofía o en un centro comercial. Ni hablo tampoco de quienes han creído en eso desde hace mucho tiempo y se lo toman en serio, o quienes buscan de verdad que las cosas sean mejores. Cada quien es cada quien y no hay nada más respetable que eso.
Solo que el otro día fui testigo lejano de un terrible atropello por parte de alguien así: un tiranuelo de corbata y gomina; uno de esos ejecutivos de hoy, tan jóvenes y tan fugaces por suerte, tan dueños del mundo. En contra además de una persona a la que conozco bien y que encarna todo lo contrario: la amabilidad, la seriedad, la probidad, la dedicación, la vida. Un contraste abismal entre lo que es y lo que debería ser.
Me volvió a parecer, como siempre en esos casos, que es una injusticia, y que a veces el mundo está mal repartido y que quien está arriba debería estar abajo y viceversa. Y que no todo tiempo pasado fue mejor, no, pero sí en esos casos. Iba a intervenir entonces y alcancé a gritarle al arrogante una sigla de dos letras.
Luego me arrepentí, su mamá qué culpa tiene.
Juan Esteban Constaín
catuloelperro@hotmail.com
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