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Camino al andar

Un borracho rompió con el mito y llegó él solo a uno de los parajes más altos del Valle de Aosta.

Sucedió en el Valle de Aosta, una región italiana que está en los Alpes occidentales y a la que el poeta Robert Browning, que allí vivió durante dos años, los dos años más felices de su vida, llamó “un remanso de quietud y de frío”: mejor dicho una nevera; un infierno tapizado por la nieve y que podría llegar a tener casi más dialectos que habitantes, lo cual es una bendición, pues en ese clima quién va a querer decir nada.
Lo que sí tiene el Valle de Aosta es una riquísima tradición turística en torno a los deportes invernales, el esquí o el alpinismo, por ejemplo. Y allá llegan todos los años, desde finales de diciembre hasta mediados de abril, quienes mejor quieren vivir la aventura de escalar por las montañas más altas de Europa o caminarlas aún congeladas, lanzarse por entre las pistas de nieve como por entre un tobogán.
Hay que ver lo que es la preparación de esos viajes, lo que son los rituales y las obsesiones de quienes los emprenden y llegan casi al extremo místico de meterlo todo en su maleta: tres brújulas, por supuesto, mínimo tres, uno nunca sabe; zapatos especiales, cómo no; ropa térmica, el instrumental de rigor, botellas de agua, comida rica en calorías para soportar el agotamiento por las temperaturas más bajas.
Y de pronto, ayer nomás, o hace apenas un par de días, un borracho rompió con el mito y llegó él solo, caminando y a duras penas con una chaqueta encima, a uno de los parajes más altos del Valle de Aosta: uno de los más exigentes aun para los mejores y más diestros alpinistas, el monte Cervino, una especie de pirámide que sobresale de la cadena montañosa y tiene un pie en Suiza y el otro en Italia.

Al salir del lugar, en vez de irse para su hotel, el pobre y heroico Pavel echó a andar montaña arriba, convencido de que iba en la dirección correcta.

Fue en el lado italiano donde Pavel –así se llama el ilustre borracho, de nacionalidad estonia, por supuesto– decidió tomarse unos tragos en medio de sus festivas vacaciones, por qué no. Estaba en una especie de taberna en un villorrio que se llama Plan Maison, y allí se pasó de copas, como suele decirse en casos similares. Una, dos, tres: las que hubiere menester, quizás cuatro, o cinco, o seis.
Y al salir del lugar, en vez de irse para su hotel, el pobre y heroico Pavel echó a andar montaña arriba, convencido de que iba en la dirección correcta. De hecho nada hay más determinado que un borracho cuando va para el otro lado; una determinación que se vuelve destino si además el borracho se mete las manos en los bolsillos y allí siente unas llaves, tal como le pasó a Pavel en su ascenso meteórico a los cielos.
Porque empezó a caminar y a caminar sin descanso, sobre una montaña cada vez más empinada. Seguía la ruta de una pista de esquí, seguro, segurísimo de estar yendo para su hotel, a ver si no. De pronto, a los 2.400 metros de altura, en un paraje que es solo para profesionales, Pavel vio un refugio que se llama El Iglú (cómo será) y creyó estar a las puertas de su hotel y de su habitación. Entonces sacó sus llaves y entró.
Eso es lo increíble, que entró. Se imagina uno la escena, que es un clásico de la borrachera: sacar las llaves del bolsillo y meterlas en el primer hueco que se les atraviese, y dele, y dele. En este caso milagroso Pavel abrió la puerta y vio dos botellas de agua, se las tomó. Era una especie de bar, el bar de El Iglú, con dos sofás de cuero. Sí: allí se acostó nuestro héroe a descansar por un día inenarrable de fatigas.
Allí lo encontraron al otro día los empleados del local cuando llegaron a abrir, Pavel seguía dormido. Los bomberos y la policía llevaban más de ocho horas buscándolo, mientras él había subido, como si nada, por el monte Cervino, en el cual dejaron la vida tantos sobrios y tantos ingenuos.
Dios cuida de sus borrachitos, como decía Antonio Machado, se hace camino al andar.
JUAN ESTEBAN CONSTAÍN
catuloelperro@hotmail.com
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