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“Beban y olvídense de su necesidad. Y de su miseria no se acuerden más...”.

Me decía ayer una señora en la fila del banco que estaba muy preocupada. Llegamos casi al mismo tiempo y la espera era larga, había mucha gente y solo dos cajeros atendiendo; pasaban los minutos, apenas si nos movíamos. Ella, como manda el protocolo de las señoras colombianas en la fila, iba aferrada a su cartera, asomándose siempre hacia adelante y murmurando que no, que es el colmo, que cuándo van a atender, hola.
Entonces pasó lo que tenía que pasar, cuando ya vimos que ahí íbamos a estar por lo menos una hora: la señora me sonrió, yo también a ella; me volvió a sonreír, yo hice lo propio. Fue cuando me dijo que de verdad estaba muy preocupada, que todo en este país es igual, que nada funciona y que la gente nunca protesta. Mire esto, me decía, así no se puede; mire esta fila, mire este atropello.
Yo sabía que una introducción así, claro, no podía sino derivar en lo político y en lo moral, en una crítica demoledora de las costumbres de este mundo sin futuro en el que estamos, este país decadente y en las manos del demonio. De hecho, cuando apareció el ingrediente religioso en el discurso de mi amiga (yo ya la sentía así; fila es fila), se nos unió el señor que iba adelante y quien había estado muy atento a todo lo que decíamos.
Y muy rápido me di cuenta de que allí en mis narices, ¡en un banco!, estaba ocurriendo el milagro. Porque deduje por lo que decían que mi amiga era católica –habló varias veces de la Virgen María, habló del Papa–, y en cambio el señor era protestante, lo que ahora llaman aquí un ‘evangélico’. Él hablaba del Antiguo Testamento, del Señor, de La Palabra. Cada uno de ellos asentía cuando el otro opinaba, estaban de acuerdo en todo.
Me dio por pensar que no deja de ser paradójico que justo este año en que se cumplen cinco siglos de cuando Martín Lutero inició en Alemania la Reforma protestante, en Colombia se haya cerrado ese cisma histórico, esa herida que cambió para siempre el destino de Europa y hasta cierto punto el del mundo entero. Algo así, aunque muy matizado, por supuesto, traté de decirles a mis dos contertulios, la fila apenas si caminaba.
Entonces me dijo él que es que “uno tiene que hacer lo que manda la Biblia, allí está todo, de eso no nos podemos salir...”. La señora católica asintió con gran énfasis, como quien no puede estar más de acuerdo con lo que se está diciendo. Yo les respondí que sí, que cómo no, y me acordé de ese libro de Charles Potter que se llama ‘¿Está eso en la Biblia?’ y que hasta donde recuerdo es más largo que la Biblia misma.
Allí se cuenta del rey Salomón, por ejemplo, que tenía setecientas esposas y trescientas concubinas; o de Abraham, que se casó con su hermana, aunque haciendo la aclaración, eso sí, de que lo era solo por la vía paterna; o la ciudad entera de Jerusalén, personificada, que fundió sus joyas para fabricar imágenes de hombres con los que pudiera fornicar; o Absalón, que se acostó en frente de todos con las diez concubinas de su padre.
Su padre, el rey David: un abnegado varón que tuvo apenas ocho esposas legítimas, una de las cuales, Michal, había hecho un muñeco de su marido y lo metía en su cama siempre que él salía a trabajar. Por eso, para evitarse ese tipo de problemas, Esaú sí se casó de una vez con dos jovencitas: Judit y Basemat. Al hacerlo no estaba sino siguiendo la estela de Lamec, precursor memorable de la bigamia, con Ada y Zila.
Por eso en la Biblia nadie parecía estar sobrio, o por lo menos nadie debía estarlo, como bien lo dijo la madre del rey Lemuel: “Beban y olvídense de su necesidad. Y de su miseria no se acuerden más...”. O como le dijo Pablo a Timoteo: “Ya no tomes más agua, toma vino...”.
Hay que hacer solo lo que dice la Biblia.
JUAN ESTEBAN CONSTAÍN
catuloelperro@hotmail.com
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