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Y huyó del reclutamiento forzado

Esperanza Moscote llegó a San Rafael de los Vientos huyendo de la guerrilla. Esta es su historia.

José Miguel Alzate
Me llamo Esperanza Moscote. Llegué a San Rafael de los Vientos una tarde de noviembre de un año que ya no recuerdo, en la que huía de la amenaza de ser reclutada por la guerrilla. Vine porque me dijeron que aquí vivía una hermana de mi madre, de nombre Filomena, que se había casado con un comerciante del pueblo. El señor se llamaba Cesarión Grisales. Era alto, de cabello amonado, cara larga y mirada alegre. Con una ruana encima, todos los días madrugaba a misa de 5. Comulgaba tres veces a la semana. Los otros días no lo hacía porque, como después de misa se iba para la finca, antes de salir de la casa se tomaba un desayuno bien trancado. Yo era entonces una niña de 12 años de edad que llevaba encima el estigma de haber nacido en una zona de violencia.
Cuando llegué a su casa, hace ya 40 años, lo primero que me preguntó fue: “¿Sabe hacer de comer?”. Mi tía Filomena, que estaba en el corredor, acodada contra la baranda, mirando un canario que cantaba sobre el copo de un árbol, lo increpó: “¿Y por qué le pregunta eso a la niña? ¿No ve que tiene apenas 12 años de edad?”. No obstante las palabras de la tía, yo le respondí con firmeza: “Sí, señor; también sé lavar y planchar”. Entonces, él me miró como incrédulo. “Mi mamá me enseñó a hacer los oficios de la casa”, le dije. Y era verdad. Allá en la finca donde vivíamos me tocaba tender camas, arreglar cocina, encerar el piso y ayudar en la preparación del almuerzo. Cuando entré a hacer el tercero de primaria en la escuela de la vereda, yo ya sabía preparar cualquier comida.
¿Cómo llegué a San Rafael de los Vientos? Se lo voy a contar. Una tarde, a mediados de noviembre, mientras la profesora nos dictaba la clase de aritmética, irrumpieron en el salón 12 hombres armados. Vestidos de camuflado, el rostro cubierto con pasamontañas, exhibiendo sus fusiles, dijeron que eran de la guerrilla y que estaban ahí para avisarnos que cuando terminara el año lectivo, volverían para reclutarnos. Nos pidieron el nombre a todos los alumnos, y apuntándolos en un cuaderno nos informaron que deberíamos estar preparados para ingresar al grupo guerrillero. “Ustedes están llamados a luchar para lograr el cambio que Colombia necesita”, nos dijeron. “El adoctrinamiento lo recibirán en los campamentos de la revolución”, agregaron.
Esa misma tarde, al regresar a la casa, le conté a mi mamá lo que había pasado. Ella, que estaba tendiendo en el patio las sábanas que acababa de lavar, me respondió con una voz en la que se adivinaba su preocupación: “Yo no quiero que se vuelva guerrillera”. Su voz tenía un sonido apesadumbrado, como de alguien que teme un triste final. Tomando mis manos entre las suyas, las lágrimas brotándole de los ojos, poniendo en sus palabras un sentimiento maternal, agregó: “Hijita, en el monte se sufre mucho. Ingresando a un grupo armado está destruyendo su futuro”. Yo entendí que ella no quería ver a una hija convertida en delincuente. Aunque algunos de mis compañeros de escuela soñaban con hacerse guerrilleros, yo decidí venirme a vivir a San Rafael de los Vientos para huir de esa posibilidad.
La escuela donde estudiaba quedaba a una hora de la casa. Tenía que levantarme a las 5 de la mañana para llegar a tiempo. Cuando llovía, me cubría con un plástico. Pero el camino se ponía fangoso después del aguacero. Varias veces resbalé. Entonces, el uniforme se pintaba de barro. Así y todo, no perdía clase. Mi mamá me dijo que asistiera a la escuela hasta una semana antes de que saliéramos a vacaciones y que después veríamos cómo evitábamos que me llevaran para el monte. La tarde en que tomamos la decisión de buscar a mi tía Filomena para decirle que me recibiera en su casa, tres guerrilleros jóvenes me estaban esperando dos kilómetros arriba de la escuela. “Recuerde que la otra semana venimos por ustedes”, me dijeron.
Yo vivía en San Vicente del Caguán cuando me sucedió esto. ¿Recuerdan el pueblo? Fue escenario de los diálogos en el gobierno de Andrés Pastrana, cuando ‘Tirofijo’ dejó la silla vacía en el acto de instalación. Un pueblo donde los guerrilleros arreglaban los problemas entre la gente, imponían el horario de cierre a los negocios de licor y obligaban a las mujeres bonitas a vestirse como ellos quisieran. Llegaron al colmo de meterse en la vida de las familias. Si un marido le era infiel a la esposa, lo castigaban; si alguien no pagaba una deuda, lo obligaban a pagarla; si un funcionario era acusado de corrupción, le hacían un juicio. Solo ahora cuento esto. ¿Saben por qué? Porque la guerrilla firmó la paz con el Gobierno. Y porque no quiero que mi historia se repita en otras niñas.
José Miguel Alzate
José Miguel Alzate
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