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Jornada electoral en EE. UU.

La victoria de Donald Trump pocos la esperaban. Bien vale la pena abrirle prudente compás de espera.

Profundo estupor ha ocasionado la inesperada elección de Donald Trump como presidente de la primera potencia mundial en todos los órdenes, Estados Unidos de América. El sistema electoral de esa gran nación, a base de colegios electorales, le otorgó triunfo inobjetable, mientras en el voto popular competía, casi cabeza a cabeza, con su contendora, la muy experimentada Hillary Clinton, a quien las encuestas favorecían holgadamente. Por fortuna, no hubo duda sobre los resultados y nadie en el mundo vaciló en reconocerlos. Por sobre todo, el actual presidente, Barack Obama, quien termina sus ocho años de gobierno con incontrastable popularidad y aplauso universal.
La victoria de Donald Trump pocos la esperaban, incluso en su Partido Republicano, sin cuya venia había irrumpido combativamente en la arena política, con provocadoras salidas en falso. La primera escogió de blanco de sus dicterios a los vecinos mexicanos, a quienes notificó de su propósito de construir extenso muro divisorio a la largo de la frontera común, con el objeto de impedir el acceso de sus gentes al territorio de EE. UU., por su cuenta para mayor irrisión. Colateralmente, expuso su animadversión por los tratados de libre comercio y su empeño de invalidarlos, el primero de todos el que Estados Unidos suscribió con sus vecinos inmediatos, México y Canadá. Como pactos similares ha celebrado con la mayoría de los países de América Latina, quedan notificados de cuál es su mayor riesgo, en el inmediato futuro.
En su campaña política abundaron los palos de ciego por doquier. Contra todo el mundo, pensando quizá que nada podía estorbar su camino, predeterminado por su voluntad. Nadie podía imaginar que su táctica temeraria le fuera a resultar propicia. A su competidora Hillary Clinton infirió toda clase de agravios, a última hora coreados por el director de la agencia FBI, a quien su arrepentimiento ulterior no le valió para contrarrestar el efecto devastador de su empeño inicial de abrirle proceso investigativo. Acosada la tenía el ahora presidente Trump, imputándole cargos y más cargos por sus correos oficiales, tramitados a través de medios privados.
No en vano se ha dicho que en esta campaña se batió el récord de insultos y maniobras sucias. A cueros al sol se sacaron verdades y conjeturas sin el menor reato por comprobar su veracidad. El único objetivo fue el de desacreditar al adversario y restarle apoyo electoral. A cualquiera que ganara le correspondería ver de sanar las heridas y reconciliarse con el prójimo. Al parecer, el presidente Trump lo ha comprendido así, tanto más cuanto el Partido Republicano ha preservado el control del Senado y lo ha extendido a la Cámara de Representantes. Como lo había hecho el presidente Ronald Reagan con estilo diferente, no desabrochado y rudo, sino sutil y aterciopelado, a la manera de Hollywood.
Quién iba a pensar que Donald Trump fuera a hacer el papel de rompeolas en beneficio del Partido Republicano, con aparente independencia y agresividad individual. En forma análoga a la de Hillary Clinton, pero exactamente al revés y con absoluta autonomía, habida cuenta de que con ella, envuelta en su bandera, el Partido Demócrata correría su suerte. Falta ver si las ejecutorias del vencedor acarrean créditos y reconocimientos o si sus posiciones políticas e institucionales sufren deterioro. En lo sucesivo, las ejecutorias de uno y otro serán indivisibles.
Al gobernante bien vale la pena abrirle prudente compás de espera. Con sumas responsabilidades como ha quedado, bien cabe pensar que sabrá honrar la confianza de millones de sus compatriotas, dejando de lado exabruptos y camorras. Será, a partir de su posesión, la cabeza y el símbolo de la institucionalidad de Estados Unidos, y ello imprime carácter. Lo compromete a identificarse con sus tradiciones, leyes y libertades, sin desplantes ni tergiversaciones.
Abdón Espinosa Valderrama
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