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La paz difícil

A veces hay que repetir lo obvio: un acuerdo de paz es imposible si el Gobierno no admite que debe dar a los crímenes de las Farc un tratamiento especial y si las Farc no aceptan que, en el mediano plazo, están totalmente derrotadas y esta es la última oportunidad de salir del conflicto mediante una negociación. Cuando ya el país se había cansado de la idea de una “solución política del conflicto” y se había resignado a una o dos décadas más de guerra, el presidente Santos creó, prácticamente desde la nada, una posibilidad de acuerdo.
Esto hizo renacer, lo que era inevitable, equívocos y fantasmas del pasado. El cuidado con el que se diseñaron las reglas, para no repetir viejos errores, no ha evitado que muchos lean la situación con claves del pasado. Después de la absurda comedia del Caguán, nada más sensato que partir de la idea de que las Farc no representan a nadie y no hay que discutir con ellas los problemas del país, de la economía o la justicia social. Por supuesto, muchos que habían abandonado ya todo ideal revolucionario se quejan ahora de que el diálogo de La Habana no dé al país la oportunidad de discutir sus grandes problemas, de pactar un cambio a fondo de la sociedad o al menos del orden político. La frustración del sueño de una revolución pactada o de una pequeña constituyente se presenta como prueba de la mezquindad del Gobierno o el establecimiento.
Y después de todo el caos producido entre 1995 y el 2002 por la participación de los que se autodefinían como representantes de la sociedad civil, era lógico conversar en forma confidencial y sin ayudas de la Iglesia, los gremios o las figuras del pacifismo. Pero hoy muchos insisten en que la negociación no avanza porque el país no sabe qué se está negociando, qué se ha acordado y qué está pendiente. Piden entonces que el Gobierno diga ya, con claridad, si va a conceder una amnistía a las Farc por sus delitos graves, y que las Farc acepten desde ahora públicamente sus crímenes y pidan perdón a sus victimas.
Este es, por supuesto, el núcleo real de la negociación. Tras lo que se concedió a los paramilitares, cuya estrategia se centraba en el terrorismo en un grado que no puede atribuirse a la guerrilla, no puede esperarse un tratamiento penal mucho más duro para las Farc. Pero hay que descartar cualquier amnistía a delitos de lesa humanidad, y sin sanción real a los responsables individuales de los delitos más crueles y un esfuerzo serio de verdad y reparación para las víctimas, ni la opinión nacional ni los organismos judiciales aceptarán el arreglo que pueda lograrse; la mejor garantía de no repetición de estos delitos está, por otra parte, en el hecho mismo de que se firme la paz con la última guerrilla comunista, en que termine al fin un proyecto político absurdo.
Pero anticipar un acuerdo es, dada la complejidad legal de los asuntos penales y de participación política, un ejercicio inútil. Estamos frente una negociación muy difícil, que se ha ceñido, más de lo esperable, a las reglas acordadas. La opinión pública puede ayudar a que los dos lados midan hasta dónde pueden ir, qué es posible lograr. Un mensaje claro a la guerrilla de que se respaldará la paz, pero que para ello deben aceptar su papel de victimarios y pedir perdón al país, puede ayudar a fijar los límites de lo que puede acordarse.
Todavía es difícil creer que se logre un acuerdo para acabar la guerra. Pero no es imposible, y el Gobierno parece estar actuando con prudencia e inteligencia para lograrlo. La firma de la paz permitiría dirigir toda la fuerza del Estado contra el narcotráfico y las bandas armadas. Y esto crearía, en medio siglo, la primera posibilidad real de acabar con la violencia del país.
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