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Educación sin importancia

Jorge Orlando Melo
En los exámenes de Pisa, que miden el nivel académico de los jóvenes del mundo al terminar la escuela básica, Colombia quedó otra vez, en el 2012, en los últimos lugares. En lectura, matemáticas y ciencias, nuestros estudiantes de 15 años tienen el nivel de los niños de Shanghái de 9: es como si hubieran estudiado seis años menos, como si hubieran perdido seis años yendo a escuelas inútiles. De 1.000 niños colombianos, en matemáticas, apenas 3 llegan a los dos niveles superiores, 750 están en los dos más bajos y los 250 restantes en los dos intermedios. En Shanghái, más de 500 están en los dos grupos mejores.
Y el resultado promedio colombiano, con puntajes que en el 2012 fueron algo más bajos que en el 2009 –Colombia había mejorado lentamente hasta ese año y ahora, por primera vez, desmejoró–, esconde grandes desigualdades: los niños de los mejores colegios privados, los de las grandes ciudades, suben los resultados; malísimos en los colegios públicos y en las ciudades pequeñas y medianas. Los niños que van a los 100 colegios con mejores resultados de Colombia están casi con seguridad por encima del nivel medio de los europeos. Son niños que han crecido en casas con libros y estímulos intelectuales, ido a guarderías carísimas y bien dotadas, estudiado en colegios con buenos maestros y buenas bibliotecas. Irán a las mejores universidades, tendrán empleos bien pagos y serán más creativos que los demás. En el otro extremo están los niños que han crecido en el abandono, la pobreza o el maltrato, han ido a guarderías infantiles sin recursos y estudiado en colegios públicos sin libros (aunque en el futuro, con ‘tabletas’, con las que jugarán más y aprenderán menos) y con maestros desanimados y mal escogidos. Irán a universidades malas a conseguir un cartón que les permita emplearse en la servidumbre tecnológica del futuro. La peor desigualdad del país, la que garantiza que por décadas seguiremos siendo un país muy desigual, es la educativa, que define desde los 3 o 4 años de edad el futuro plano y aburrido que les tocará a casi todos los niños.
Nadie sabe qué hacer, aunque todos digan que hay que mejorar la calidad. Algunos lamentan que hacia 1957 o 1958 el país se hubiera embarcado en dar educación a todos, en vez de concentrarse en mejorar la calidad de la educación de las minorías. En efecto, el Gobierno decidió que la mayor parte de los recursos iría a la educación primaria, en vez de gastarlos, como hasta entonces, en la educación media y universitaria de una pequeña parte de la población. En realidad, tuvo que transar: la plata se repartió entre una educación básica que ya llega a todos, pero es mala, y una educación universitaria algo mejor y que ha crecido mucho. Como en toda América Latina, orientar el gasto a la escuela básica y dejar que la educación superior la pagaran sus beneficiarios era políticamente imposible en un país en el que las clases medias, que llenan las universidades públicas, son la base del electorado. Hoy las presiones para que aumenten los presupuestos de las universidades son más fuertes que las que hay para mejorar la educación básica, que requiere políticas de largo plazo, costosas y bien diseñadas, y a la que no van los hijos de nadie que tenga algo de poder.
Lo más seguro es que nada cambie, y hay pocas propuestas concretas. Yo creo en buenas bibliotecas y buenos maestros, y programas más exigentes (más conocimientos y menos “competencias”, que nadie sabe qué son), pero seguramente nos iremos por el camino ilusorio de la innovación tecnológica.
Afortunadamente, los niños no parecen sufrir con esto: los colombianos, aunque no aprendan mucho, son, en todo el mundo, los que pasan más contentos en la escuela.
www.jorgeorlandomelo.com
Jorge Orlando Melo
Jorge Orlando Melo
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