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Un sentimiento ambiguo

Se debe hacer una campaña de concientización y aplicar multas que eduquen a los barranquilleros.

El arte asocia lloviznas y tormentas con tristezas y tragedias, pero nada ilusiona tanto en la aridez de una vegetación como la llegada del primer aguacero. Como cae del cielo, la lluvia es considerada en el campo un regalo de los dioses, que limpia, cultiva y protege la tierra.
El sonido del agua nos acompaña también como sensación protectora desde el vientre materno. Por eso resulta estupenda la experiencia de escuchar el repiqueteo de la lluvia contra un techo de zinc o los vidrios de una ventana. Se trata de un sonido relajante que nos traslada al pasado, a cierta antigua sensación de calor ancestral. Y no es sino que se forre el firmamento con negros nubarrones para que alcancemos a intuir en los olores de la brisa la irrupción de una tormenta.
Desde hacía muchos años, Barranquilla era identificada también a nivel nacional por sus arroyos descomunales. Junto al carnaval, el Junior, el puente Pumarejo y La Cueva, entre otros, los arroyos figuraban no como íconos indiscutibles de ciudad, sino como fenómeno terrible de contemplación urbana, única y peligrosa.
Quizás por eso, la lluvia despierta en los barranquilleros un sentimiento ambiguo y contradictorio, de alegría pero también de angustia. Decir arroyo entre nosotros no es identificar al pequeño afluente de un río, como suele señalarse en otros lugares. Un arroyo es, o ha sido por tradición aquí, esa violenta corriente de agua lluvia que arrastra por las calles toda clase de objetos, automóviles, basuras e incluso personas.
Llovía en Barranquilla, y la ciudad se paralizaba. El parque automotor llegaba hasta la orilla de los arroyos más temidos, donde todos los vehículos debían esperar horas enteras a que la fuerza del agua amainara y fuera posible atravesar la vía. Los conductores más desesperados, esos que se atrevían a lanzarse a la corriente, se debían atener a las consecuencias, a veces fatales.
Preguntado alguna vez en una reunión política por qué la ciudad no contaba con una red de alcantarillado, un candidato local me indicó que instalarla resultaría muy costoso. ¿Acaso nos vamos a mudar?, le respondí antes de sugerirle un préstamo internacional a largo plazo con un cómodo plan de pagos.
Por fortuna hemos empezado a conjugar en pasado esa dramática situación de ciudad, desde que Alejandro Char llegó a la alcaldía de Barranquilla y se dio a la titánica labor de canalizar los implacables aguaceros locales.
Las incomodidades del tráfico que sufrimos en nuestros días están justificadas por la magnitud de la obra emprendida. Y la conciencia colectiva ha de ser, en casos como este, la aliada más efectiva de un gobernante. ¿De qué sirve tener al mejor alcalde del país si la ciudadanía es inconsciente, egoísta, desordenada y caótica? ¿De qué sirve dejar a Barranquilla como una tacita de plata si ciudadanos incultos e irresponsables continúan arrojando basuras a los arroyos, obstruyendo con toda clase de desechos las rejillas que filtran sus aguas?
Es imprescindible en estos casos cerrar filas alrededor de los propósitos de la municipalidad, que son los mismos del sentido común: modernizar la ciudad, organizarla y embellecerla para el disfrute de todos.
Estimamos de igual manera necesario realizar una campaña de concientización y aplicar un riguroso sistema de multas que eduque y penalice el mal comportamiento y la estulticia de tantos habitantes en la capital del Atlántico.
Que se les quite la mala costumbre de tirarlo todo al arroyo. De lo contrario estaremos ahí sí, literalmente, echando por la borda el gran esfuerzo, la enorme inversión en infraestructura y los loables propósitos de una buena alcaldía.
HERIBERTO FIORILLO
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