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Los ‘mamarrachos’ de Obregón

Obregón pintó esos murales en el comedor de El Prado y luego los hizo desaparecer.

Se dice por estos días que hay pinturas de Alejandro Obregón ocultas en las paredes del hotel El Prado.
En su libro ‘Crónicas del Grupo de Barranquilla’, Alfonso Fuenmayor recuerda un episodio de 1946 con el poeta catalán León Felipe, en el salón Magdalena de ese hotel, y con murales de Obregón involucrados.
En nombre de Ramón Vinyes, quien estaba fuera de la ciudad, Alejandro, Alfonso y Germán Vargas instalaron a León Felipe en El Prado, donde fueron testigos de su carácter irascible ante un mesero que no pudo traerle un sifón.
Alfonso describe al visitante como un hombre “predispuesto al berrinche, que aspiraba con todo a crear un conflicto”. Lo que León Felipe dijo al mesero se habría escuchado más allá de la piscina del lugar: “Es que este no es un hotel. Esto se maneja con el criterio con que se administran los burdeles...”, habría gritado el poeta.
“Germán Vargas, Alejandro Obregón y yo quedamos atónitos –escribió Alfonso–, aunque después todos empezamos a sentir internamente el cosquilleo de una sonrisa...”.
El cronista añade sobre la visita de León Felipe:
“Alejandro, quien le hizo un retrato que quién sabe en qué manos estará a estas horas, lo invitó a almorzar en el mismo hotel que era propiedad de su familia. Alejandro se rio mucho y mucho nos hizo reír a nosotros cuando, al día siguiente, nos describió el almuerzo al que también asistieron sus padres, don Pedro Obregón y doña Carmen Rosés de Obregón”.
“En el amplio comedor del hotel, que ahora se llama salón Magdalena, a una mesa se sentaron los cuatro”, narra Alfonso, quien explica: “Poniendo la cara en la posición en que las gallinas colocan su cabeza cuando toman agua, León Felipe divisó en la parte elevada de la pared que le quedaba enfrente unos murales que por su parte superior limitaban con el techo y descendían un metro o metro y medio. Eran escenas bucólicas, bueyes tirando de arados, campesinos haciendo la siega, etc.
–¡Vamos, vamos! –bramó León Felipe–. Me gustaría saber quién pintó esos mamarrachos para decirle unas cosas.
Enseguida, ruidosamente, León Felipe sorbió una gran cucharada de un espeso potaje que aún humeaba. Alejandro se llenó de coraje, la verdad es que nunca le ha faltado, y con timidez y vergüenza, como si estuviera ofreciendo rendidas disculpas por haber observado una conducta indigna, se declaró culpable con estas palabras:
–Esos mamarrachos los pinté yo. Yo soy el mamarrachista, pero los borraré.
Un tiempo después, bajo espesas, reiteradas y uniformes capas de pintura, los murales desaparecieron, y de ellos no quedan rastros visibles”.
De modo que Obregón sí pintó esos murales en el comedor de El Prado y luego los hizo desaparecer tras gruesas capas de pintura. Lo que dudo es que los hiciera borrar para complacer a León Felipe y que compartiera su juicio sobre la calidad de esas obras. Tampoco creo que los hiciese borrar en acato a molestos jerarcas de la Iglesia u otros custodios de la moral local. Quizás lo pudiera haber hecho en consideración a su familia, tan ligada al hotel y amenazada por fanáticos, como dijeron, pero Obregón era también ya, en este país convencional y mojigato, un artista libre, beligerante y exitoso de 26 años, que pintaba y borraba lo que quería.
Ese mismo año, nombrado en Bogotá director de Bellas Artes en la Universidad Nacional, había discutido con López de Mesa, el rector, organizado dos salones importantes, renunciado al cargo y regresado a vivir a una casa detrás del hotel El Prado, en Barranquilla, donde ganó el Primer Salón de Artistas Costeños. Ese fue el Obregón que atendió a León Felipe. El mismo que decidió, solo él sabe por qué, borrar sus “mamarrachos”.
HERIBERTO FIORILLO
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