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El verdadero inamovible

En un país tan complejo como el nuestro, interpretar la vertiginosa cascada de conflictos y situaciones que ocurren todos los días no es cosa fácil. Pero si queremos encontrar una salida para los dilemas de hoy, no tenemos más remedio que recurrir al pasado como guía.
Colombia es prácticamente un milagro. En doscientos años de historia, el país ha logrado sobrevivir como entidad independiente “a pesar de sí mismo”. Eso no quiere decir que seamos realmente una Nación en el sentido estricto del término. Todo parecería conspirar para dividirnos y fracturarnos. Desde el territorio mismo, que, a pesar de su riqueza, conlleva desafíos inmensos, hasta la cultura, el regionalismo y la estructura social.
Colombia se ha construido mediante un tire y afloje –una dialéctica, dirían los historiadores– entre las influencias centrípetas y las centrífugas, entre la diversidad y la unidad. Los grandes ciclos de la historia de Colombia se caracterizan por el predominio de uno de esos bandos sobre el otro. Desafortunadamente, el péndulo se ha desplazado de un lado al otro impulsado, la mayoría de las veces, por las guerras civiles, el conflicto no declarado y la violencia.
El balance entre las dos tendencias nos ha eludido. Incluso, cuando nos ponemos aparentemente de acuerdo, como en el caso del Frente Nacional, siempre aparecen los excluidos. La última iteración de esa dialéctica la representa la Constitución de 1991, que, con la democracia participativa, el fortalecimiento de la protección de los derechos fundamentales, la verdadera separación de los poderes públicos y la descentralización, constituye quizás el más exitoso ejercicio por conjugar las fuerzas contrapuestas. Así lo sienten y lo viven los ciudadanos del común.
El problema está en que la dialéctica no se detiene. Hoy, las circunstancias indican que el balance alcanzado en 1991 está amenazado. Desde la creatividad garantista de muchas sentencias hasta el sobredimensionamiento de la autonomía de las comunidades protegidas –entre ellas las cuestionadas zonas de reserva campesina– erosionan ese equilibrio. A esos fenómenos hay que sumarles el debilitamiento progresivo de la capacidad administrativa y ejecutiva del Gobierno central. Para no hablar de las pretensiones que tienen las Farc de hacer una constituyente para terminar de desbaratar el Estado.
Es hora de ponerles un dique a esas fuerzas centrífugas. De no ser así, van a llevar a una reacción colectiva en favor de un cambio de régimen, desplazándonos hacia el polo autoritario y centralista. Los amigos de la Constitución de 1991 deben entender que, si no se frena el jueguito de quienes, por todas las puntas, están resquebrajando la autoridad, integridad y unidad del Estado, se repetirá el ciclo. La gente va a reclamar más orden, aun a costa de sus libertades.
En el pasado, las muchas constituciones que rigieron a Colombia eran usualmente el botín del bando victorioso o la transcripción del armisticio entre enemigos. La Constitución del 91 es diferente. No fue un tratado de paz con el M-19, como muchos quieren hacernos creer. Dicha Constitución representa el mejor esfuerzo de todo el espectro político y social para zanjar definitivamente la dialéctica política que ha impedido la consolidación de Colombia como una Nación.
Díctum. Cuando Aurelio Suárez y Álvaro Uribe coinciden en atacar una columna de opinión es porque el columnista posiblemente dio en el blanco.
Gabriel Silva Luján
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