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Pensando lo impensable

La sostenibilidad jurídica y política de los tratados se está reduciendo a pasos agigantados.

Colombia posee una tradición de relaciones exteriores basada en el respeto al derecho internacional y la solución diplomática de las controversias. Esa actitud, por lo general, le ha servido al país para navegar seguro en épocas de calma y también para sobrevivir en medio de tormentas regionales, bilaterales y globales. Pocas veces los soldados de la patria han participado activamente en confrontaciones bélicas internacionales. Suficientes oficios han tenido nuestras Fuerzas Armadas para lidiar con cientos de guerras civiles, el terrorismo, la insurrección y el crimen organizado, desafíos que han marcado nuestros doscientos años de historia.
El fallido intento de impedir la separación de Panamá, la guerra contra el Perú, la colaboración con los aliados y la guerra en la península coreana son los pocos eventos en los que nuestros ejércitos han asumido un verdadero rol bélico allende las fronteras. En ese sentido, la estrategia de política exterior –el derecho y la diplomacia primero, la batalla como último recurso– le sirvió al Estado para no distraer capacidades en confrontaciones externas peligrosas e impredecibles.
Desafortunadamente, el entorno mundial y regional ha cambiado radicalmente. Ya existen muchos y sesudos análisis sobre las consecuencias de estos cambios, ejemplificados por el desdén con que Trump y otros jugadores en esas ligas se aproximan al derecho internacional y la diplomacia. La sostenibilidad jurídica y política de los tratados, acuerdos, entendimientos y pactos internacionales se está reduciendo a pasos agigantados. El unilateralismo y el matoneo han arrinconado a los embajadores y los juristas, sustituyendo la diplomacia y el derecho por una conducción personalista y errática de la política exterior.
Ese ejemplo de los poderosos se expande como una pandemia. Muchos se preguntan –por ahora en voz baja– por qué Trump, Putin y sus pares no se sienten atados por los compromisos internacionales y multilaterales, de los que se pueden deshacer cuando se les dé la bendita gana, mientras que los demás tenemos las correspondientes camisas de fuerza del sistema institucional global. Es un mundo con doble estándar que no es sostenible.
Las consecuencias para Colombia pueden ser graves. Una nación que le apostó desde sus orígenes a un paradigma de lex et diplomacy ve esfumarse ese poder moral y esa legitimidad sobre la que construyó su inserción en el mundo. Esos principios se han desvalorizado como recurso de influencia y poder relativo en el contexto global y regional. Es decir, en comparación con el unilateralismo y el matoneo ramplón que caracterizan hoy la conducción de las relaciones internacionales, nuestra aproximación se vuelve ingenua e insuficiente.
Las amenazas bélicas a la integridad territorial del país se han exacerbado, en gran medida por ese entorno de caos que está desbaratando el orden mundial de la posguerra y porque hay unos bárbaros en el vecindario que prefieren meterse en una confrontación militar antes que perder el férreo control del pueblo, los dineros robados y el poder dictatorial que poseen.
El presidente Duque y su canciller designado, Carlos Holmes Trujillo –buena escogencia, por cierto–, tienen una primera tarea urgente. Modificar y reestructurar el paradigma clásico que orienta nuestra política exterior, al igual que las bases y las capacidades de la defensa estratégica del territorio.
Dictum. Hay una nueva cosecha de poesía joven. “El mundo va a acabarse antes que la poesía / y la poesía continuará afirmando su devoción / a lo perdido”. Desastre lento. Tania Ganitsky, 2018. Externado de Colombia.
GABRIEL SILVA LUJÁN
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