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La hora de la verdad

Esta es la primera vez que existe la posibilidad objetiva de llegar al final de la pesadilla.

En esta tribuna trato de evitar las referencias a experiencias personales. Hoy, excepcionalmente, lo voy hacer. Quizás la mayoría de los lectores no saben –de hecho, no tendrían por qué recordarlo– que he tenido el privilegio extraordinario de trabajar –de una manera u otra– con el expresidente Alfonso López Michelsen y con los presidentes Belisario Betancur, Virgilio Barco, César Gaviria, Andrés Pastrana, Álvaro Uribe y Juan Manuel Santos. Estos líderes han determinado, en buena medida, el curso de los hechos que han definido el transcurrir de la historia contemporánea de Colombia.
Tuve la maravillosa oportunidad de poder recorrer el país de cabo a rabo en chivas modestas, flotas destartaladas, y frecuentemente abusando de la hospitalidad de desconocidos. Después no desperdicié una sola de las oportunidades con las que me ha premiado la vida, para visitar cuanto rincón y lejanía era posible.
En la Federación de Cafeteros estuve con nuestros caficultores no en los salones gremiales, sino en las veredas, en las zonas a las que nadie iba, como la serranía del Perijá, el piedemonte llanero y la Sierra Nevada de Santa Marta. Aquello verdaderamente importante de todos esos periplos fue que me permitieron atisbar el alma de mis compatriotas. Así pude experimentar de primera mano las amarguras, las tristezas pero también la fortaleza, la tenacidad y el orgullo de quienes han hecho de esta Nación algo excepcional.
Independientemente de nuestras diferencias políticas actuales, agradezco que el presidente Álvaro Uribe me haya dado la oportunidad de ser su ministro de Defensa. Aun cuando mi cercanía y admiración por las Fuerzas Armadas son de siempre, esa ocasión me permitió estar al lado de su entrega, de su sacrificio y también de su dolor. Aprendí, de la mano de estos hombres y mujeres, las alegrías de la victoria, como el rescate del general Mendieta, de la Policía Nacional, y a otros miembros de la Fuerza Pública, pero también me correspondió compartir con ellos y sus familias el sufrimiento de las acciones del narcoterrorismo y del crimen organizado.
Como embajador en Washington, pude ver cómo pasamos de país paria a ser una Colombia heroica. La lucha de los colombianos, además de salvar la democracia, generó una solidaridad universal que favoreció, entre otras cosas, el respaldo al Plan Colombia y la aprobación del tratado de libre comercio.
En el recorrido descrito también me tocó participar en la misión de enfrentar esa otra cara de Colombia, la faceta oscura de quienes han impedido –hasta hoy– que seamos un país en paz. Como tantos colombianos, en particular los servidores públicos, salía a trabajar sin la certeza de que volvería a cenar con mis hijos. Y luchando con las uñas, muchas veces en medio de las más terribles amenazas y actos de barbarie, los colombianos fuimos derrotando, uno a uno, a esos monstruos. Pablo Escobar; Rodríguez Gacha, el ‘Mexicano’; ‘Alfonso Cano’, el ‘Mono Jojoy’...
Hago esta apretada reseña no por nostalgia decadente, sino para invocar la dudosa legitimidad que otorgan el paso de los años y el hecho de haber vivido de primera mano el recorrido de sangre, guerra y dolor que ha signado la historia de nuestro país. Nací con el Frente Nacional. Desde ese momento hasta hoy, me consta que todos los presidentes –cada uno a su manera– han soñado con dejarles a las futuras generaciones el legado de una Nación en paz. Pero esta es la primera vez que existe la posibilidad objetiva de llegar al final de la pesadilla. Está al alcance de la mano. No la dejemos escapar.
Dictum. La paz, el odio y el amor no tienen memoria. Se construyen cada mañana. Hay que empezar, otra vez, todos los días.
GABRIEL SILVA LUJÁN
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