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La soledad del rector

Francisco Cajiao
Mientras los grandes temas ocupan los titulares de los periódicos dando cuenta de los escándalos de la justicia, los huecos fiscales, los legisladores prófugos, el esfuerzo encomiable de las Farc por reelegir a la derecha radical, el austero matrimonio de la hija del Procurador o las vacantes en el gobierno distrital, hay cientos de educadores que en su rol de rectores sostienen día a día el funcionamiento de los colegios públicos de todo el país.
Son ellos y ellas los que, en última instancia, responden por el derecho a la educación de millones de niños. De la buena marcha de un colegio depende que se desarrollen las capacidades académicas de las nuevas generaciones, su disposición a la convivencia, el gusto por la lectura, el interés por el bien común y el cultivo de los mejores talentos. Un niño no abandona la escolaridad porque tenga reparos con el Ministerio o la secretaría municipal, sino porque tiene problemas con su colegio. O, al contrario, no tiene éxito por la expedición de una ley, sino porque su institución no supo orientarlo a lo largo de los años.
Ser rector de un colegio no es, entonces, una responsabilidad trivial. Bajo su tutela se desarrolla un proceso complejísimo de desarrollo humano, que involucra a maestros, familias con historias de una diversidad inimaginable, solución permanente de toda clase de conflictos, procesos pedagógicos tan heterogéneos como requieren las diversas edades de los estudiantes y las marcadas diferencias en sus formas de aprendizaje.
Llevo muchos años conociendo sus inquietudes y sus admirables historias. Hace poco, un grupo de Bogotá me invitó a conversar a partir de una situación concreta: algunos de ellos recibieron amenazas muy serias que llegaban hasta a conminarlos a abandonar sus instituciones. El sentimiento colectivo era que se sentían solos. Surgió, entonces, la idea de reunirnos para compartir y tratar de entender mejor el oficio, descifrar las claves que definen el éxito, identificar la forma de mejorar a través de una actividad cooperativa que ellos han llamado "rectores que aprenden de rectores".
El ejercicio que hemos iniciado desde sus historias de vida, sus experiencias y sus preocupaciones cotidianas va mostrando que el Estado tiene una enorme deuda con la educación pública en relación con la formación apropiada de quienes dirigen las instituciones educativas. Es verdad que se los "capacita" -término desafortunado para los más capaces-, pero en general se hace a partir de modelos muy poco pertinentes.
En las capacitaciones escuchan profusas y sesudas conferencias de académicos, casi nunca maestros, pero, en cambio, no los oyen ni se oyen entre ellos. Se los convoca para darles instrucciones con cada cambio de administración, pero no se los invita a participar en el diseño de las políticas que tendrán que poner en marcha. Se les asigna colegio, sabe Dios de qué manera, y luego se los abandona a su suerte.
A muchos les va muy bien, aunque nadie pueda explicar si ello se debe a su preparación académica, a que les tocó un colegio que ya venía organizado, a sus características personales o a la divina Providencia. Pero a otros las cosas no les funcionan como quisieran y la Administración no dispone de remedios, aunque esta ausencia se lleve por delante a miles de niños y jóvenes. En numerosos casos, estos servidores públicos deben sacar de su salario para pagar abogados particulares que les ayuden con tutelas, investigaciones disciplinarias y problemas fiscales: ahí están solos.
No sería mala idea ocuparse en serio de la dirección escolar desde el Ministerio de Educación, las secretarías territoriales y las facultades de educación, tan proclives a la historia y tan precarias con las soluciones del futuro.
Francisco Cajiao
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