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El ocho mil de Santos

Son desconcertantes las similitudes entre el itinerario delincuencial de Samper por conseguir la Presidencia de la República y el de Santos para preservarla y sumarle la gloria, la fama, la apoteosis romana que le abrieron a su codicia ilimitada.
La entrega de los narcotraficantes al Gobierno no era un plan de mediana entidad ni pergeñado apenas. Era una obra concluida, perfecta y de colosales dimensiones. Desmovilizar más de ocho mil delincuentes de todos los frentes de la mafia; entregar los laboratorios y los sembrados y las rutas y las amargas complicidades locales e internacionales de más del sesenta por ciento de la operación cocalera del país; poner a disposición de la justicia colombiana todos los cabecillas de ese entorno criminal y recaudar billones de pesos de libre disposición, y centenares de miles de hectáreas de la mejor tierra, era una propuesta invencible.
Los problemas del proyecto eran obvios y superables. Los Estados Unidos podrían objetarlo. El despojo de los bienes habría de respetar el mínimo vital de las familias de los capos. Ya se discutiría el mínimo vital de esos potentados, y los Estados Unidos aceptarían la estrategia, si les garantizaran que saldría del mercado semejante cantidad de cocaína y que de esos enemigos no tendría que ocuparse más. La justicia americana es pragmática.
Viene la inmensa sorpresa. El plan se congela y la gestión de J. J. Rendón, el hermano de bellaquerías de Santos, queda sin la última respuesta. El Presidente archiva el plan y su fiscal Viviane Morales no encuentra interesante proseguir esa negociación, la mayor de la historia con una empresa criminal.
¿Qué pasó? Pues que al tiempo con este plato a Santos se le ofreció otro más suculento, el que le preparaba su otro hermano, el de sangre, Enrique. Era mucho más atractivo. Estaba adobado con el fin de una lucha de cincuenta años; suponía el único plan a grande escala para incorporar a un país de derecha un ejército marxista; incluía la admiración y el aplauso de toda la izquierda mundial, la de veras y las de mentiras, que son más; lanzaba a sus autores al estrellato y al derrotado socialismo le abría una ventana al porvenir; por fin comprendía el sueño de una América comunista, manejada desde Cuba, ingobernable para los Estados Unidos y respaldada por los marxismos caducos, pero esperanzados todavía, de la China y de Rusia.
El hermano de sangre, con sus secuaces, le ganó la partida al hermano truhán y sus tenebrosos contactos. Por eso, Santos “engavetó” el plan de rendición que El Espectador ha denunciado y se quedó con el que echó a rodar en La Habana.
Las fechas coinciden a la perfección. El plan de entrega de la mafia pura, frustrado por lo que ya se dijo, coincide plenamente con el plan de negociación con la mafia disfrazada de política. Enrique lo garantizaba desde Cuba, Fidel lo respaldaba, Chávez lo aplaudía, los países nórdicos, las eternas celestinas de la violencia marxista en América, le darían su bendición. Faltaban detalles que se perfeccionarían en el camino: un Marco para la Paz con impunidad, un Fiscal colaboracionista que andaba bien dibujado y sacar del escenario a los posibles opositores. Matar a Álvaro Uribe o acribillarlo en la Comisión de Acusaciones, asesinar a Fernando Londoño para advertir a cualquiera imprudente el costo de oponerse, neutralizar a las Fuerzas Militares para desaparecerlas en el momento oportuno.
Los doce millones de dólares son la menuda de todo este aparato. Pero con la mafia no se juega. Porque cuenta, como acaba de hacerlo. Santos, como Samper, ha quedado al descubierto. Y será derrotado como Samper, ya no ante el improbable tribunal de la Historia, sino ante el seguro veredicto de las urnas, este próximo 25 de mayo.
Fernando Londoño Hoyos
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