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La ética renace o el país se derrumba

No obstante las noticias de la paz, Colombia navega en un mar de escepticismo y pesimismo.

No obstante las noticias de la paz, Colombia navega en un mar de escepticismo, incertidumbre y pesimismo. De un momento a otro, la confianza se evaporó y Colombia quedó postrada en el diván, pensando en qué momento se dio la metamorfosis que convirtió al país más feliz del mundo en víctima de una metástasis de sombras y frustraciones por culpa de una bancarrota ética epidémica.
Muchos se preguntan si habrá futuro, sin atreverse a preguntar lo que sucedió en el pasado. Los grandes males que hoy nos aquejan, estos sentimientos encontrados que alborotan el alma nacional, no nacieron ayer, sino que han estado ahí por décadas.
Para entender el origen del actual estado de incertidumbre, he reiterado que el humo de la guerra no dejaba ver la corrupción, que hoy irrumpe como una tragedia ética que estremece los cimientos de la nación y nos obliga a preguntarnos: ¿qué nos sucedió y cómo salir unidos del atolladero?
No hay que ser un chamán para entender que la crisis que hoy nos afecta surgió cuando la ética pública se desvaneció y dejó de ser esencial para formar nuevos ciudadanos: honestos, educados; dispuestos a hacer respetar la Constitución, fortalecer la democracia y promover la convivencia.
La ética pública se perdió cuando la gente prefirió resolver sus problemas usando la fuerza, obligados por la ausencia del Estado y la invisibilidad de la justicia, y ser pillo dio estatus. Cuando se multiplicaron por millones las víctimas, ante la impasibilidad de quienes debieron ser solidarios con ellas.
En los últimos años, los modelos de ciudadanía fueron cambiados por estereotipos de los nuevos ricos, que irrumpieron con sus impunidades y sus chequeras. La política se entregó al mejor postor, la deliberación pública fue tomada por las barras bravas de la política, la justicia fue permeada por los negociantes de expedientes, los órganos de control fueron neveras donde hibernó el imperio de la ley. Los medios no pudieron contener la posverdad, que hizo de la mentira una noticia creíble. La fe se pervirtió y el dinero fue el nuevo Dios de muchos.
Colombia ha vivido muchas guerras en las últimas décadas para ganar la paz. Hoy vive la más importante de sus batallas. Esta vez, contra los corruptos, que han promovido los antivalores que han pervertido la política y convertido la justicia en un trueque de favores; la iniciativa privada, en una feria de coimas; la democracia, en una nave que cruza tormentas azuzadas por el populismo; y la educación y la salud, en botín de los más avivatos. La corrupción es además una amenaza letal a la reconciliación.
Detrás de todo se encuentra lo que Walzer describe como un dilema ético central de la vida política: si alguien puede triunfar en ella sin ensuciarse las manos. O cómo ser buenos políticos sin convertirse en una mala caricatura de Maquiavelo, en busca del poder a cualquier precio.
La ética pública aparece como la tabla salvadora. El país, sin embargo, de manera mágica no va a amanecer un día convertido en un oasis de transparencia. Pero hay que despertarse todas las mañanas decididos a intentarlo. La lucha contra la corrupción no la ganarán superhéroes, sino ciudadanos que comiencen a ganar las pequeñas batallas diarias contra vicios que ya parecen virtudes.
Una tarea impostergable fundada en liderazgos capaces de inspirar a las nuevas generaciones. Una invitación a cumplir la Constitución es el primer mandamiento de esa cruzada.
La ética no es cuestión de matemáticas, pero multiplicar sus valores es cuestión de suma cero. Debe comenzar a imponerse una exigencia de pudor en el accionar de lo público. Esa es la invitación que hacemos a la ciudadanía. Menos carreta y más ética es el reclamo que debemos liderar. Porque la ética pública renace, o el país se derrumba en nuestras propias manos.
FERNANDO CARRILLO FLÓREZ
Procurador General de la Nación
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