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El argumento moral

¿Por qué le cuesta tanto trabajo al país urbano solidarizarse con la Colombia rural y olvidada?

Una de las grandes paradojas de este proceso de paz es que quienes menos han padecido la guerra son los que decidirán si los únicos que saben en carne propia lo que quiere decir esa palabra deberán o no seguir sufriendo sus estragos.
Adopte la forma que adopte, la refrendación ampara una profunda injusticia.
Sí, es democrático consultar al país sobre lo que se acuerde en La Habana. Sí, simplificar con una sola pregunta es inevitable: es imposible refrendar punto por punto un acuerdo final que tendrá 200 páginas. Y sí, habrá que escoger en la mesa de La Habana algún plato –plebiscito con umbral fácil o difícil, Constituyente corporativa o elegida, referendo, consulta– del menú constitucional.
El problema es que todos los votos son iguales. Uno a uno, pesan lo mismo los de las clases medias urbanas que ven la guerra por televisión y los de quienes sufren todos los días, hace años, sus atrocidades.
La gran injusticia es que los primeros –para los que la guerra es un reality en un mundo lejano– son una mayoría avasalladora frente a los segundos, cuyo interés primordial es que su realidad cotidiana de guerra acabe cuanto antes y de la manera menos cruenta posible.
Voto a voto, las urbes le impondrán al país rural y marginal su destino frente a la guerra y la paz. Las cinco grandes ciudades tienen un electorado que aplasta al de los 150 municipios más golpeados por el conflicto armado, y es en ellas donde los encuestados muestran reparos y escepticismo frente a la negociación y donde la gran discusión es si los jefes de las Farc van a la cárcel y quedan por fuera de la política.
Esto es triplemente insólito. Asombra que a una parte sustancial de Colombia le preocupe mucho más la suerte de un puñado de victimarios que la de millones de víctimas. Asombra que la oposición pueda mantener su tono desafiante ante la abrumadora evidencia de que la sola negociación, aun antes de un acuerdo final, ya ha generado inmenso alivio a las regiones más golpeadas por la guerra. Y asombra, finalmente, que este no sea uno de los argumentos centrales del Gobierno para defender y legitimar el proceso.
Son otros los que aportan la evidencia. El Centro de Recursos de Análisis del Conflicto (Cerac) ha constatado una reducción de 97 por ciento en el accionar de las Farc y de 92 por ciento en la afectación a civiles en los cuatro meses que lleva el cese unilateral de hostilidades de esa guerrilla. Naciones Unidas mostró hace poco que, aunque modalidades de violencia como la extorsión y las amenazas han crecido, las masacres, el desplazamiento masivo, el secuestro, los ataques a objetivos civiles han bajado drásticamente. Este año, probablemente, el desplazamiento total va a disminuir. Pueblos como Toribío, en el Cauca, o Las Mercedes, en el Catatumbo, hace tiempo no despiertan en medio de cilindros explosivos.
Este es el gran argumento moral a favor del proceso de paz. No se negocia en La Habana para que las Farc participen en política, ni para que los militares involucrados en graves crímenes o los empresarios que financiaron a los paramilitares reciban una pena alternativa. No, el objetivo supremo es evitar que millones de colombianos sigan sufriendo por la guerra.
Si los opositores al proceso mostraran al menos una mínima parte del celo con el que quieren ver a los jefes de las Farc presos y fuera de la política, para promover en la Colombia urbana la solidaridad con las regiones y los compatriotas que padecen en carne propia la guerra este bien podría ser otro país, menos egoísta y más comprensivo.
* * * *
Y otra cosa: si hay algo que no ve la Colombia urbana –y que casi nadie le está diciendo– es que ella también obtendría inmensos beneficios con el fin del conflicto armado. Pero esa es otra historia.
Álvaro Sierra Restrepo
cortapalo@gmail.com
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