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Educar para la democracia

Tiene un profundo simbolismo que la última aparición de Carlos Gaviria haya sido en una biblioteca.

Yolanda Reyes
Tiene un profundo simbolismo que la última aparición pública de Carlos Gaviria haya sido en la biblioteca del Gimnasio Moderno, en la Escuela de Maestros, y que alrededor del título, Educar para la democracia, se hayan reunido, como colegios hermanos, los profesores del Gimnasio Moderno y los del Gimnasio Sabio Caldas, situados en extremos opuestos de Bogotá. Tiene sentido que él haya empezado su charla aludiendo a esa facultad, exclusiva de la especie humana, que consiste en la obligación de tomar decisiones. “Soy yo el que tengo que decidir qué hago con mi existencia”, dijo, y cada palabra suya, cada gesto, se leen hoy en clave de despedida.
Como esos acertijos que invitan a unir los puntos con un lápiz para descubrir una figura, la muerte tiene el poder de revelar el dibujo completo de una vida: ese sentido al que se refirió Gaviria en su conferencia. Oírla en retrospectiva produce un estremecimiento porque da la sensación de cierre, pero produce también la gratitud del cierre perfecto para la persona que fue él y para lo que significa su legado. Busquen la conferencia en internet y véanlo, tan sabio y tan sencillo, frente a esos maestros, hablando del binomio educación y democracia al que dedicó su vida. Llegó enfermo a honrar la cita y no parece casualidad que, al hablar de su pasión por la ética, haya ilustrado la frase de Wittgenstein (“La ética no se dice, la ética se muestra”), evocando a su maestro de álgebra que una vez escribió mal una frase en griego en el tablero y no pudo dormir hasta que se presentó para corregirla al otro día.
Su conferencia, que es toda una paideia sobre el sentido y el lugar de la educación en esta sociedad, indaga en torno a las relaciones entre la posibilidad de decidir, esencial en una democracia, y la ilustración –en el sentido del saber: saber argumentar, discernir y dar sentido a las decisiones personales y colectivas–. “La ilustración es el primer derecho del pueblo en una democracia”, afirmó, y siguiendo a Adela Cortina, propuso como desafío educativo “construir el sujeto de la democracia, que es el pueblo, concebido como una comunidad pensante consciente y convivente”.
Muchas de las ideas expuestas en esa charla plantean cuestiones que están por discutirse en el modelo educativo del país, especialmente ahora cuando se piensa, de forma simplista, que todos entendemos lo mismo al hablar de educar. “Somos signatarios de tratados de libre comercio y las universidades pueden ir plegando sus programas para atender las demandas del mercado, lo cual hace olvidar el propósito inicial, que es el conocimiento”, dijo, y planteó otro de sus leitmotivs: la educación para la autonomía.
“La educación para la autonomía no puede ser heteronómica. Yo fui buen estudiante, pero lo deploro. Como alumno sumiso, que es ser un mal alumno, repetía lo que el profesor decía... Esa persona irreverente, heterodoxa, es la más importante en una democracia”, afirmó, y se refirió al vicio de la sociedad colombiana de aspirar a la uniformidad del pensamiento. “No sabemos disentir: al adversario lo convertimos en enemigo”.
Es difícil escribir sabiendo que no estará para leer, aunque, de muchas formas, sigue estando. Basta con rebobinar esa charla en la que convocó a Sartre, Kant, Rousseau y tantos más, pues ese era otro rasgo suyo: sembrar la necesidad de leer los libros que iba ensartando al hilo de su pensamiento. “La función del maestro no es transmitir conocimientos, sino pasión por el conocimiento. Yo toda la vida lo que he sido fundamentalmente es un maestro”, dijo, evocando a Sócrates, mientras seguían haciéndole preguntas. Desde entonces ha pasado un mes y es imposible dejar de hablar de él. Dejar de hablar con él. Dejar de pensar en sus preguntas.
Yolanda Reyes
Yolanda Reyes
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