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Un clima intelectual por la paz

Hay por lo menos dos formas de propiciar intelectualmente una atmósfera para el cambio. La primera es desconocerle valor al pasado y sugerir así que es necesario volver a comenzar de nuevo. La segunda es reconocer avances históricos, advertir debilidades y construir sobre lo conquistado.
Al promover hace unos días la necesidad de un clima favorable a los consensos frente a las negociaciones con las guerrillas, Mauricio García Villegas se ubicó más cerca de la primera que de la segunda. “Nada de eso hemos tenido aquí”, fue su expresión tras referirse a proyectos de sociedad, mitos fundacionales o consensos que, en contraste con Colombia, han animado con mejor éxito la vida de otros países.
Comparto su objetivo: propiciar un clima intelectual para la paz. Pero sería más efectivo hacerlo revalorando en vez de seguir despreciando nuestras experiencias históricas. Ese quiso ser el mensaje central de mi columna anterior sobre el debate planteado por García Villegas.
En su respuesta, García Villegas acepta que en Colombia “ha habido intentos importantes por construir consensos e incluso mitos fundadores”. Y reconoce la existencia de una tradición democrático-liberal. Sin embargo, en vez de explorar entonces sus valores, los desecha de inmediato. “Ninguno de esos momentos se ha consolidado plenamente”, parece ser el argumento.
Y a partir de allí desvía el centro de la discusión hacia la “visión simplista” que supuestamente ofrezco del mundo intelectual. No creo en la existencia de intelectuales “en masa unidos en contra del Estado”. No me reconozco en esa tradición intelectual que le achaca “todos los males de la democracia a la sociedad y al pueblo”. Ni culpé en mi columna a “intelectuales de izquierda”. Expresé escepticismo frente a “mitos fundadores”. Y reconocí virtudes en la tradición de intelectuales inconoclastas.
¿Visión simplista? Sí, en la interpretación poco justa de García Villegas.
Lo que está en el fondo bajo discusión –las actitudes intelectuales frente al pasado y las posibilidades del cambio– no es patrimonio exclusivo de izquierdas ni derechas. El mito de Santander, una de las obras más destructoras del fundador de la república, fue escrito por Laureano Gómez. Chávez y Uribe tienen en común el haber pretendido que la historia comienza con ellos.
García Villegas termina desviando el debate al sugerir que discutamos mejor las instituciones actuales. ¿Para qué ocuparnos del pasado?, parece ser su mensaje final. Estaría borrando de un plumazo las objeciones a sus planteamientos.
Regresemos la atención al punto central que dio origen al intercambio: ¿existe o no en Colombia una tradición intelectual y política favorable a un clima de consenso?
Insisto, por ejemplo, en la necesidad de revalorar el momento de 1910. Repasemos a Carlos Arturo Torres, sus editoriales en El Nuevo Tiempo en favor de una atmósfera de paz tras las turbulencias de los Mil Días o, años más tarde, su libro Idola Fori. ¿Y por qué seguir desconociendo los valores de los acuerdos frentenacionalistas?
Santiago Montenegro tiene razón al advertir que las divisiones geográficas estimularon una tradición de poder fragmentado, sana para la democracia liberal. Pero no todo es fragmentación en nuestra geografía. Mi sugerencia no ha sido que neguemos esas ni otras divisiones, sino que apuntalemos mejor una atmósfera intelectual propicia para la paz y abandonemos el estribillo de que en Colombia todo ha sido siempre división.
Lejos de “cantaletoso”, como sugiere García Villegas, creo que el debate que ha estimulado es importante y oportuno. Tan importante como para definir un porvenir en paz.
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