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Grass, pisoteado como yerba

Eduardo Escobar
Günther Grass, autor de El tambor de hojalata, la novela de Oscar Mazerath, una de las más bellas del siglo XX, ha sido víctima de ataques virulentos esta semana. Por un poema que escribió.
Obligado a decir lo que no dijo, soportó hasta la exageración evidente de ser declarado persona no grata en Israel. Y por un poema. Y malo. En su defensa se podría apelar al tratado teológico-político de Spinoza, si uno se anima. Pero hay obras más próximas que disculpan la independencia de criterio de Grass en lenguaje de hoy. La historia de la oposición judía al sionismo, del profesor Yakov Rabkin, profesor de Yale y la Universidad Hebraica, lo distribuye Planeta, es una. Noam Chomsky, tan difícil de contentar, la calificó de extremadamente interesante y valiosa.
Las ofensas llovieron sobre todo de la mala fe del compromiso político. De la mezquindad, más que de una inocente incomprensión. Lo llamaron senil y abyecto, se le enrostró su militancia en las pánicas SS, a los 17 años. Pero nadie puede ser condenado por los entusiasmos de esa edad cuando las ganas de vivir enceguecen a algunas personas, incluso entre las más despiertas como Grass. En una nota autobiográfica, Ingmar Bergman recuerda el fervor infantil que encendió en él la puesta en escena de los nacionalsocialistas, los tambores, las banderas, los desfiles. Grass reconoció el error de percepción de su adolescencia en entrevistas y libros. Y en giras de conferencias por Israel en un gran acto público de contrición patriótica.
El poema es flojo, como algunos que intercaló con intención didáctica en los coros de sus dramas Bertolt Brecht. Pero prueba, como el Coriolano de Brecht, según Grass, que cada época moldea como le conviene los hechos del pasado, según las necesidades de la política o del prejuicio en boga. Grass cumple con el deber del escritor que se respeta: airear una confusión, apelar a la reflexión contra el juicio del corazón, declarar la guerra a la guerra. En los años sesenta, esa década vibrante y brillante, cuando estuvo de moda el compromiso del artista con la izquierda política, Grass se mantuvo impecable al margen del embeleco teórico cuyo campeón indiscutible fue Sartre. En los límites de un liberalismo saludable, lejos de las declaraciones altisonantes de costumbre, Grass jamás cayó en la insensatez del insulto. Y ahora interroga en el mismo talante, si es racional que un país detente la autoridad letal de la bomba, que su patria exporte armas a una región empobrecida de odios que realizan la más explosiva de las combinaciones juntando los espejismos de la religión a la ilusión romántica de la nacionalidad.
Daniel Baremboim hace tiempos fue vilipendiado también por el gesto de concordia de su deslumbrante proyecto musical del Diván, por la osadía de dirigir a Wagner en Tel Aviv, por aceptar la ciudadanía palestina, en un gesto bíblico. Muchos judíos, rabinos reputados, teólogos respetables antes y después de Spinoza fueron más lejos. Y consideraron incluso si era pecaminosa la idea del Estado, una rebelión contra el destino de la Diáspora que permitió al pueblo singularizarse con la imborrable grandeza del lugar misterioso que ocuparon en la Historia. El libro de Rabkin describe el poético problema. El más poético de la civilización occidental.
Bernard Levy llama a Grass rodaballo congelado que empieza a descomponerse. Anatema. Por una opinión, por ejercer el derecho a dudar. Todas las guerras modernas fueron inútiles. Y sustentadas en juegos de mentiras impalpables sirvieron a Satán.
Grass piensa que una agresión a Irán puede ser una aventura macabra. Para todos los judíos de Occidente. Que somos todos los que fuimos amamantados con la leche sombría del Pentateuco, ese libro de espantos que la tradición atribuye a un tartamudo legendario que afrontó la locura del desierto por una quimera.
Eduardo Escobar
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