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Un espectáculo antihigiénico

Trump es prueba de las miserias de la democracia, y una expresión de la crisis del espíritu humano.

Eduardo Escobar
Estados Unidos es el país más maravilloso de todos porque es la suma fabulosa de la humanidad en marcha y tiene la belleza de lo monstruoso. Esa nación admirable reúne los pueblos de los cinco continentes, con sus vicios y sus virtudes, y probó la democracia moderna, una nueva noción de la humanidad ideada por logias de masones de buena voluntad. E inventó el jazz, la música de las ciudades industriales, fusión de himnos de iglesias reformadas de pobres y aires de lupanares de esclavos.
El aporte de EE. UU. a la historia es difícil de describir. No solo le rindió tributo a la mecánica y se atrevió a pisotear la Luna y a Marte después de llenar el planeta de autopistas, automóviles y ferrocarriles; sobre todo, se aferra a la libertad como a una saludable manía. Aunque sea una libertad imperfecta. Y peligrosa. El eterno peligro de la libertad es acabar convertida en cepo. También inventaron allá el alambre de púas. Y las cárceles cibernéticas.
Como todas las cosas en este mundo, esa sociedad asombrosa por su composición y sus realizaciones proyecta una sombra sucia. Las historias que son su Historia son ejemplares en horrores, incomparables con sus gracias a veces. Es una nación conflictiva porque es compleja: libertina y puritana. Disciplinada como una hormiga y díscola como la cabra. Llena de riquezas evidentes y de depauperaciones innegables.
No es preciso escudriñar mucho para descubrir el talante gansteril de sus hombres públicos a veces. O su estupidez. El poder de sus bandidos corporativos opaca a un montón de gente buena que cree en el derecho y que es posible. Y que ese empeña en definirlo y aplicarlo.
Muchos en mi generación crecida en los 60 atestiguamos contra EE. UU. y nos alegramos de sus derrotas llevados por pasiones equívocas. Me acuerdo de la fuga de los norteamericanos de Vietnam sentida como una victoria propia. EE. UU. cuenta un montón de errores horripilantes en su crónica, no sé cómo puede sobrevivir una nación responsable de Hiroshima, pero todo sucedió por un impulso de su estructura íntima, por una conciencia de destino formada en un largo proceso.
Estados Unidos creó la mayor civilización conocida por la especie: una civilización mágica, de rascacielos luminosos, de inventores divinos, uno embotelló la luz anulando la noche, de criminales de siete suelas, de payasos incomprables. Y cómo nos ayudan a entendernos los payasos.
Si uno quiere ser honesto, solo puede sentir respeto y admiración por ese país colosal que contaron las novelas de Kerouac, y cantó Whitman y trasfiguró Wallace Stevens en pequeñas estructuras de palabras escritas a veces en servilletas de cafetería. Respeto y admiración. Y orgullo. Puesto que uno también pertenece por fuerza a esta familia de animales incomprensibles, que van hacia donde no saben, sembrando el mundo de milagros felices y de abyecciones y que engendró a los Estados Unidos, una formidable creación colectiva.
El debate entre Hillary Clinton y Donald Trump fue melancólico. Ella, una señora mimada por la vida, con sus propias amarguras y sus cuernos de vikinga, representante de todas las señoras traicionadas del mundo. Y él, un experto en triquiñuelas contables, con la majestad impostada del león de utilería, rezumando falsa grandeza, una hinchazón de grasa y vitaminas. Lleno de soberbia, codicia, lujuria y rencores arrogantes. Un pobre hombre como muchos de nosotros que si el diablo quiere puede ser presidente de un país trabajador y creativo y pérfido y cándido.
Trump es una prueba de las miserias de la democracia, y una expresión de la crisis del espíritu humano hoy, si tanta gente lo sigue y cree que quienes no somos él ni siquiera merecemos el homenaje de un petardo suyo. Trump humilla los logros de su país en el arte y la ciencia, y la libertad, y obliga a dudar del cuento de que somos unos mamíferos racionales de probable origen divino.
Eduardo Escobar
Eduardo Escobar
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