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Rarezas de la literatura

A los autores de 'best sellers', como Coelho, les importan un bledo los conceptos de los entendidos.

Eduardo Escobar
Las historias de la literatura suelen omitir un montón de autores que sin embargo gozan de la aceptación del público grueso, e incluso del favor de los lectores exigentes. A Georges Simenon la buenaventura de sus obras (autor prolífico, se calcula que vendió 550 millones de ejemplares, sin contar los piratas) lo hizo dueño de yates y castillos en plena juventud, según cuenta en unas memorias íntimas que se publicaron en el 2000. Confieso que nunca leí una sola novela de ese belga, que no aparece en el registro de los grandes escritores de lengua francesa junto a Céline o Rabelais, a pesar de la recomendación que me hizo Álvaro Mutis. Mutis a veces entretenía sus horas en los aviones con las aventuras de Maigret.
A Agatha Christie los críticos refinados tampoco la dejan dormir en el panteón de los escritores inmortales en lengua inglesa junto a Shakespeare y Virginia Woolf. Pero sé de muchos escritores de los llamados grandes, Mutis otra vez, que la consideraron una igual.
Corín Tellado vendió con mucho éxito sus novelas de amores bobos. Y Marcial Lafuente Estefanía, las suyas, épica del cowboy, que leyó en su vejez León de Greiff. Corín Tellado empleaba un ejército de escritores a sueldo que, bajo su dirección maliciosa, pergeñaban relatos de novias desengañadas. Y Lafuente consiguió poner a su nombre 2.600 títulos, descontando los escritos bajo seudónimo, a veces con la ayuda de sus hijos.

Corín Tellado vendió con mucho éxito sus novelas de amores bobos.
Y Marcial Lafuente Estefanía, las suyas, épica del ‘cowboy’, que leyó en su vejez León de Greiff.

Quién se acuerda de 'Papillon', de Henri Charrière, uno que escapó de la isla del Diablo. 'El Chacal', de Forsyth, que no pienso leer, y 'Papillon', que devoré, superan en calidad literaria los engendros de Corín Tellado y Lafuente. Lo mismo que 'El código Da Vinci', que sí leí, atraído por el tema de las sociedades secretas. Y porque me gustan las fantasías conspirativas. El código se lee con el alma en vilo. Es imposible resistirse a la trama. Uno no tiene tiempo de pensar si está bien escrito, si merece equipararse con 'Melmoth el errabundo', de Maturin, esa fábula gótica del Mal supremo que leí por puro morbo romántico, inspirada en 'El judío errante', y que Byron admiró.
Los que hemos dedicado la vida a los libros despreciamos el best seller como un subproducto de la imprenta para uso de las masas urbanas. Lo presentimos incapaz de tocar las raíces del pensamiento y las grandes preocupaciones prácticas y metafísicas del ser humano. Pero esta clase de autores que nadie se atreve a poner en la línea de cañones de los genios son a veces hábiles constructores de anecdotarios que, sin complicar la prosa con retorcimientos inteligentes, se limitan a narrar una historia. Y eso basta para sus admiradores. Aunque pasado un trimestre desaparezcan en las vitrinas de los libreros, en prueba de que no merecen un renglón en los anales de la eternidad. 'El caballo de Troya' es otro ejemplo en el catálogo de obras exitosas que los lectores serios condenan al infierno de la banalidad. Y no es posible olvidar las novelitas insulsas de Coelho, espiritualismo de costurero, que solo leen las señoras de clase media aspirantes a la armonía interior. De acuerdo con el cinismo moderno, a Coelho le importan un bledo los conceptos de los entendidos, según dijo, siempre que pueda seguir desayunando con champaña en hoteles de cinco estrellas. Hace años se atrevió a decir que 'Ulises', de Joyce, era solo un ejercicio de estilo.
No sé si contar aquí las obras de Morris West, cuyos libros sobre el papado vendieron 60 millones de ejemplares, cosa que muchos escritores mejores ni soñaron. West es un extraño escritor. Muerto a los 83 años en medio de una frase mientras redactaba sus confesiones, profetizó la derrota norteamericana en Vietnam, el advenimiento del papa polaco cuando parecía imposible, y al argentino, cuando fuera de una novela, un papa argentino no hubiera pasado de ser un chiste sobre los egos de los sacristanes del Río de la Plata.
EDUARDO ESCOBAR
Eduardo Escobar
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