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Política y escolopendra

Así es la política. Gana el que tenga las patas más grandes.

Eduardo Escobar
Una vez, mientras me encaminaba por las escaleras que conducen de la puerta de mi casa al oscuro garaje, noté en el suelo, con el rabillo del ojo, una pequeña sombra dorada con visos de madera a la laca. Caminaba a mi paso, muy oronda, con un cierto meneo de prisa, el de quien va a hacer un mandado.
Al principio no le paré bolas a la opaca, nimia presencia. Pero cuando bajé el último escalón y resbaló por el contrapaso, como para no perderme, se me hizo evidente que no era el espíritu de otra cosa cruzando al sesgo con el mío, convergente transitoriamente con la pirámide de mi tobillo, en busca de otro destino, sino un ser de más sustancia, no solo un efecto luminoso que apenas me incumbía por inofensivo.
Me incliné a ver. Y era un ciempiés enorme, del grueso de un dedo de Hércules, bellamente anillado, un miriápodo de elegancia felina con algo de ídolo azteca. Andaba con gracia junto a mi talón derecho, como una mascota ejemplar de la obediencia. Mientras yo daba un paso, él daba mil. Y me detuve, y él se detuvo. Todo un dandi lleno de patas como un desfile de emes mayúsculas, el animalito alzó un tercio de su cuerpo vertebrado. Y me leyó con sus antenas.
La Tierra es el más extraño de los planetas conocidos. Y para corroborarlo estábamos allí bajo el cielo lila, él y yo, pensándonos. Él con su colmillo testamentario. Yo con el peso de mis zapatos a mi disposición. Y la ventaja relativa de la vertical. Perpendicular a la pequeña máquina animada. Me asombré de mi capacidad para el desprecio. Y comprendí el enigma del pecado original. Y por qué tuviste razón aquella vez cuando me llamaste canalla.

La Tierra es el más extraño de los planetas conocidos. Y para corroborarlo estábamos allí bajo el cielo lila, él y yo, pensándonos.

Me sorprendí cuando mi dios interior nombró la bestia: una escolopendra, gritó la voz alarmada de mi numen. Una escolopendra, rebotó el eco en mi interior atemorizado. Yo había entendido que las escolopendras eran endémicas de la Guayana venezolana. No sabía que una vivía en mi casa.
Y vea usted el problema moral en que me vi envuelto de repente: era un hermoso animal, sin duda, con iguales derechos que yo para habitar esta pequeña bola de estiércol y emociones que llamamos la Tierra. Pero la belleza es peligrosa como el bien, reflexioné.
Puesto ante la horrible disyuntiva de perdonarle la vida a mi particular escolopendra doméstica, por simple buen gusto, si no por cariño o por tirármelas de generoso, o de asumir el papel de Dios como hice en otras circunstancias parecidas, poniéndole encima mi divino zapato recién embetunado. Y santo remedio. Zanjaría el problema entre nosotros. Solucionaría para siempre las diferencias de la otredad en la mismidad que representábamos en la luz matutina. Creo que fue un febrero como este.
Anticipándolo, imaginé el crujido del exoesqueleto de la bestezuela encornada, y me estremecí de asco y lástima. Pero una escolopendra puede matarte si estás de mala suerte y ella de mala leche. Repensé la cosa. Y levanté mi extremidad, cuidándome de no espantarla. Y crash. El queratinoso organismo traqueó como yo esperaba, en una coral de diminutas castañuelas. Y su póstumo estremecimiento a través de la suela me subió pierna arriba entre los pelos de la rodilla y fue a incrustarse en la diana de mi corazón, donde aún vibra.
Soy una mierda de tipo, me dije, reaccionando ante el abuso cometido. A veces me relaciono con el mundo como el peor fascista de derecha o izquierda. Y me cogió un remordimiento que me dura hoy. No me gusta acordarme de la pequeña masa viscosa yacente a mi lado, de los anillos perfectamente ensamblados un instante antes nada más. Ni pensar que maté la última escolopendra de mi casa, que se atrevió a salir a la misma hora que yo a sus negocios confiada en mi decencia. Pero así es la política. Gana el que tenga las patas más grandes.
EDUARDO ESCOBAR
Eduardo Escobar
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