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Castigar la solidaridad

La reforma tributaria destruye el incentivo fiscal para que en el país se generen acciones filantrópicas.

Eduardo Behrentz
Se equivoca el Gobierno Nacional en su empeño de reducir los beneficios derivados de las donaciones a causas benéficas por parte de empresas y particulares. Es este un gran despropósito que dejará la reforma tributaria que hace curso en el Congreso de la República. Sabemos que dicha reforma es necesaria (en el contexto del precio internacional del petróleo) y que estábamos en mora de contar con una norma simplificada que promueva la competitividad empresarial, pero el afán de aumentar el recaudo no debe sacrificar la construcción de una cultura de la solidaridad.
La reforma elimina la posibilidad de que las donaciones sean deducibles, es decir, que disminuyan la base sobre la cual se calcula el impuesto, migrando ahora hacia la figura de un descuento al valor final del tributo por pagar. Este cambio puede tener sentido conceptual en el entendido de que la donación no es una inversión o gasto asociado a la actividad objeto de la obligación, pero en la práctica lo que se crea es una notable disminución en el incentivo.
Según el Estatuto Tributario vigente (art. 125), bajo ciertas condiciones las donaciones son deducibles hasta en un ciento por ciento cuando su destino incluye, entre otros, al Instituto Colombiano de Bienestar Familiar, instituciones de educación superior y programas de investigación y de mejoramiento de productividad. Este beneficio será reemplazado, para todos los casos, por un descuento en el impuesto por pagar en una cuantía equivalente al 20 % del valor de la donación. Esto en el marco de una restricción adicional (art. 104), según la cual el máximo descuento no puede superar el 20 % del tributo total. En suma, la reforma destruye el incentivo fiscal para que en el país se generen acciones filantrópicas destinadas a labores que apalancan nuestro potencial de desarrollo económico y social, tales como el acceso a educación de calidad, la protección de la primera infancia y el fortalecimiento de la capacidad de innovación.
Esta pésima noticia no corresponde a las prácticas observadas en los países miembros de la Organización para la Cooperación y el Desarrollo Económicos (OCDE), que tantas veces ha sido citada como referente para la reforma en curso, en donde se fomenta fuertemente la filantropía por medio de mecanismos tributarios. Y lo logran. En Estados Unidos, dos de cada tres personas adultas participan en causas de esta naturaleza, con una frecuencia mensual. Es claro que tal cultura no se logra solo con incentivos económicos, pero es igualmente cierto que el beneficio fiscal como mensaje del Estado es un excelente primer paso.
Lo anterior no es capricho. Por un lado, tal como lo describí en una columna previa (El Tiempo, junio 7 del 2016), se encuentra documentado que la promoción de la solidaridad es una estrategia de desarrollo económico. Adicionalmente, autores como James R. Edwards ('The Costs of Public Income Redistribution and Private Charity') han demostrado que el impacto de organizaciones dedicadas a la caridad puede ser superior al generado por entes públicos. Es decir, es una buena estrategia permitir que entes sin ánimo de lucro cumplan fines filantrópicos, en lugar de dejar toda la tarea social al Estado. Todo esto sin mencionar que, dado el actual tamaño de estas actividades en Colombia, la penalización a la generosidad que viene con la reforma tributaria no tendrá un impacto significativo en el aumento de los ingresos corrientes del Gobierno.
En gracia de discusión se debe reconocer que inescrupulosos han abusado de esta figura, con fines de lucro. Sin embargo, limitar el actuar de quienes obran con profesionalismo y responsabilidad no parece la respuesta inteligente a dicho problema. Aquí lo ideal es que el Estado persiga a los pícaros mientras apoya el trabajo de quienes son sus socios naturales en la búsqueda y fomento de un mejor futuro para los colombianos.
Eduardo Behrentz
Eduardo Behrentz
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