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Dulce, salado y amargo

El fin de las Farc pone felices a muchos. Pero perdonar tanto crimen atroz no da para fiestas.

MAURICIO VARGAS
Me enternece el candor de algunos partidarios del ‘Sí’ en el plebiscito sobre los acuerdos de La Habana que, con aires poéticos y dejos bíblicos, se refieren al inminente advenimiento de la paz como si las 297 páginas pactadas entre el Gobierno y las Farc contuvieran la receta mágica para acabar con décadas de violencia. De la orilla contraria, la del ‘No’, me impresiona el tono también bíblico, pero en este caso apocalíptico de quienes afirman que la negociación entregó el país al comunismo. Es evidente que ni unos ni otros se han leído los acuerdos.
Yo dediqué la jornada del jueves a la tarea, con la mente abierta y un esfero en la mano. Al terminar, me quedaron en la boca sabores dulces, salados y algunos bastante amargos. Lo dulce es la firma de un acuerdo, el hecho de que por primera vez Gobierno y Farc no se hubiesen parado de la mesa para anunciar una ruptura. Lo vivimos tantas veces.
Lo que más me gustó fue la meticulosidad del capítulo sobre la desmovilización, donde todo parece previsto con sumo esmero. Se nota la mano de los militares que negociaron con las Farc las zonas de concentración, y el arqueo y entrega de sus armas. Lleva a pensar que en efecto, antes de 180 días, ‘Timochenko’ y sus hombres desmontarán la máquina de muerte que operaron por medio siglo. El capítulo agrario, que era uno de los más pobres hasta hace pocas semanas, mejoró mucho, aunque asustan las dimensiones del gasto público que compromete para un Estado que tiene las arcas vacías y que tendrá que disponer de un fondo de tierras de tres millones de hectáreas.
La sal proviene del capítulo de justicia. La creación de la Jurisdicción Especial de Paz (JEP) es una aventura. Aunque privilegia a guerrilleros y militares que cuenten los crímenes que cometieron, como fórmula para librarse de la cárcel, abre las puertas al temible festival de los testigos (en el país abundan los falsos) y deja a muchos civiles que alguna vez se vieron obligados a pagar para que los grupos armados no les pararan sus negocios, al borde de ser procesados.
Uno entiende que el senador Roy Barreras y muchos de sus colegas estén felices con la JEP: la corte burocrática de magistrados, jueces, sustanciadores, secretarios, escribientes, archiveros y demás que nacerá les tiene la boca hecha agua. Hasta el Papa terminó enredado en estos trámites, pues hará parte del grupo nominador de los magistrados del gran tribunal cabeza de la JEP. Al lado de él estará una ONG internacional de desconocida financiación, que nadie sabe cómo fue escogida pero que también ayudará a nombrar magistrados.
Lo amargo es que algunos de los peores criminales de la historia –en eso emularon con los paramilitares– vayan a librarse de la cárcel y terminen, en cuestión de meses, en el Congreso o en otros cargos de elección, con algún trabajito comunitario los sábados en la mañana. Si es verdad que un castigo ejemplar disuade el delito, el perdón ejemplar lo estimula. El mensaje a las nuevas generaciones es que mientras el exdirector del IDU Andrés Camargo, sin haberse apropiado de un solo peso, está en prisión por un debate técnico sobre variedades de cemento, los jefes de las Farc no conocerán una celda a pesar de Bojayá, de El Nogal y de los campos de concentración en la selva.
Entiendo que, a pesar de eso, ante el final de las Farc armadas, muchos estén satisfechos. Pero el perdón de tantos crímenes atroces no da para bailar ni para montar una fiesta. Expliqué hace ocho días lo poco atractivo que es votar ‘No’: sus promotores dicen que si ganan habrá que seguir negociando, y eso no me anima ni un poquito, puede ser peor. Pero votar ‘Sí’ implica avalar una descarga de impunidad de millones de voltios.
MAURICIO VARGAS
MAURICIO VARGAS
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