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Desocupado escritor

De los libros que se vuelven una obligación, quizás no haya caso más triste que el de don Quijote.

Juan Esteban Constaín
Todos los libros buenos deberían ser libros prohibidos. Y de hecho lo son: libros sagrados e inaccesibles, con su lomo de cuero y sus letras doradas, que se vuelven una obligación y una tarea y un castigo, y de los que todo el mundo habla para no tener que leérselos nunca o para creer que se los leyó ya. Libros que están en el peor de los índices de libros prohibidos que uno se pueda imaginar (peor aun que el de la Inquisición): el de los libros que hay que leerse a la fuerza; el de los que tanta gente celebra y alaba sin saber ni siquiera por qué.
La lista es larga: Ulises, de James Joyce; En busca del tiempo perdido, de Marcel Proust; La Divina Comedia, de Dante Alighieri; Crimen y castigo, de Fiódor Dostoyevsky; Fausto, de Johann Wolfgang von Goethe, entre otros; La montaña mágica, de Thomas Mann; ¿Quién se ha llevado mi queso?, de Spencer Johnson, médico; La decadencia de Occidente, de Oswald Spengler; Así habló Zaratustra, de Frederich Nietzsche; el prodigioso Diccionario de uso del español, de doña María Moliner; La Biblia, de Dios, entre otros. Y por supuesto, Cien años de soledad, de Gabriel García Márquez.
Y faltan muchísimos más, claro. Pero todos ellos –todos– tienen en común un atributo en el que acaso esté también su grandeza y su inmortalidad, y es que son su propio antídoto. O en otras palabras, son la cura contra ese lastre en el que los convirtió la escuela. Por eso, decía arriba, son libros prohibidos: por su poder liberador y depravado; porque solo leyéndolos a escondidas se oficia su profanación, y uno empieza a verlos entonces, si quiere y si le gustan, nada está dicho, nada está escrito, como lo único que son: la mayor felicidad del mundo, la mejor compañía de la vida.
Pero de todos esos libros arruinados por la obligación y el colegio y por la crítica oficial, quizás no haya ningún caso más triste ni más injusto que el de don Quijote y su escudero Sancho Panza: El ingenioso hidalgo Don Quijote de La Mancha, de don Miguel de Cervantes Saavedra. Un triunfo del humor y la ternura y la sensatez, vuelto un ladrillo por culpa de quienes lo quieren hacer ver como lo único que no es, un libro serio. Cuando uno debería leerlo como Muñoz Molina dice que lo leyó él de niño: sin saber ni siquiera que era una obra maestra; sin miedo ni reverencia.
Así lo leyeron también, dicen los documentos de la época, sus primeros lectores en el siglo XVII: como un divertimento y una burla, sin duda, pero también como un acto de fe. ¿En qué? En la ficción, es decir en la realidad. En la manera en que esa novela que al final somos todos –la vida es un género literario– se puede vivir a plenitud como el testimonio más profundo y perdurable de lo humano. Por eso también la locura de don Quijote es quizás el único rapto de lucidez que hay un su mundo, y a ella se aferran los personajes del libro, adentro, y los lectores, afuera, o al revés, para salvarse. Un héroe de verdad, un hombre bueno.
Este año, en octubre, se cumplen cuatro siglos exactos de cuando el pobre don Miguel tuvo que publicar la segunda parte de su historia delirante. Lo hizo porque un año antes, en 1614, algún enemigo con seudónimo, o un soldado herido, ya se la había pirateado y había escrito y publicado su propia continuación de las andanzas del ingenioso hidalgo y su escudero. Es el famoso Quijote de Avellaneda –ese era el seudónimo, Alonso Fernández de Avellaneda–, que siempre fue visto como un insulto a Cervantes y como una obra menor y sin valor.
A mí, en cambio, me parece una novela ejemplar: el mejor homenaje que se le puede rendir al Quijote. Escribirlo como un desocupado lector, Pierre Menard.
Juan Esteban Constaín
catuloelperro@hotmail.com
Juan Esteban Constaín
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