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Desintoxicar el debate

La salida no es reemplazar el glifosato por otro veneno, sino por una política de drogas no dañina.

Colombia tiene la posibilidad de acoger una propuesta justa, legítima y necesaria, pero sus opositores insisten con fe ciega en la necesidad de recurrir a la fumigación y el glifosato, sin entrar a controvertir de fondo las graves razones aducidas por el Ministro de Salud para pedir su suspensión: la alerta formulada por la Organización Mundial de la Salud (OMS), que resume toda la evidencia científica sobre el herbicida, y el llamado de la Corte Constitucional a aplicar el principio de precaución.
El Procurador y el Mindefensa alegan que esos argumentos no son concluyentes, pero impiden la discusión al no presentar estudios que sustenten lo contrario. Aducen el informe de USA, que afirma que los cultivos ilícitos se incrementaron en el 2014 (pese al abundante herbicida rociado), pero pasan por alto serias investigaciones que muestran cómo la fumigación cuesta veinte veces más que los cultivos que destruye, que es más eficaz desmantelar laboratorios e interceptar el producto final y que los éxitos de la fumigación son efímeros porque presionan la resiembra y traslado, a la vez que causan graves daños sociales y ambientales, violan los derechos de comunidades indígenas, negras y campesinas y las desplazan de tierras que otros arrebatan.
Similar rechazo expresa William Brownfield, subsecretario para Asuntos Internacionales de Narcóticos de EE. UU., quien aduce su fe en el glifosato como hijo de agricultor que “en 25 años ha depositado más veneno que todo el que usa Colombia en un solo año de fumigaciones”. No revela, sin embargo, la potencia del herbicida en uno y otro uso, habla de evidencias contrarias a la OMS, pero no las presenta; y aunque fue embajador en Colombia, asegura que no vio ni “una persona que haya sufrido daños por el uso”.
Dice respetar lo que decida el Gobierno, pero lo ataca señalando que, como el herbicida aplicado en aspersiones aéreas a cultivos ilícitos es menos del 10 por ciento del que se usa en Colombia, su suspensión puede ser entendida como que “quiere proteger a los criminales, a las personas involucradas en negocios ilícitos, pero no quiere proteger a los inocentes que están trabajando en negocios de agricultura totalmente lícitos”.
Desestima que la alerta de la OMS es para todo uso, pero en especial para el Estado colombiano, el único que continúa rociando tóxicos, y que la erradicación pactada con los cultivadores es más eficaz, pero requiere el fin de la confrontación armada, el desminado e iniciativas agrarias apoyadas por una integral y permanente presencia del Estado.
Si Brownfield y Monsanto están tan convencidos de la bondad de su producto como los opositores colombianos lo están de las fumigaciones, ¿por qué no atienden las acciones judiciales de reparación de sus efectos en Colombia? ¿Por qué no someten sus pruebas a un grupo independiente de expertos para que las comparen, por ejemplo, con el registro de urgencias, consultas e historias clínicas de pobladores de las zonas fumigadas, y así, con las organizaciones Panamericana y Mundial de la Salud, contribuyan a profundizar los estudios en el mayor laboratorio mundial de esas aspersiones aéreas?
Como lo muestra Wola en el estudio de las fumigaciones y sus contraproducentes resultados, y como lo pide en su hashtag #NOfumigación, hay que parar las aspersiones no solo por el potencial cancerígeno del glifosato, sino porque hacen daño a la población rural, al ambiente y al Estado.
La salida no es reemplazar el glifosato por otro veneno, sino apostar por una política de drogas no dañina, en especial para las poblaciones que en territorios étnicos y fronterizos reclaman que, en lugar de criminalizarlas e intoxicarlas, las acompañen a generar oportunidades económicas sólidas y legales.
Socorro Ramírez
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