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¿De qué paz estamos hablando?

El 'clan Úsuga' y las demás 'bacrim' seguirán imponiendo su ley de terror en vastas zonas del país.

Este título no es mío. Pertenece a un artículo de mi estimada amiga Marcela Prieto, publicado en España con ocasión de los ochenta años de Mario Vargas Llosa. Me interesó porque encierra una inquietante pregunta que no solo ella, sino la gran mayoría de los colombianos, nos estamos haciendo. En efecto, son muchas las razones que la sustentan.
Tras cuatro años de diálogo, y diga lo que diga el Gobierno, todas las exigencias de la guerrilla han terminado por ser aceptadas. Casi siempre con un delicado maquillaje, del cual se muestra experto nuestro primer mandatario. Por ejemplo, se habla de la dejación de armas sin que este término contenga el compromiso de entregarlas. Con la misma habilidad se ha vestido con el rótulo de conflicto armado a las bárbaras acciones de las Farc y a la lógica respuesta que cualquier Estado democrático le da a una organización terrorista. Así, pues, hemos terminado por aceptar un diálogo con ellas en pie de igualdad, presentándolas como una fuerza insurgente producto de nuestras desigualdades sociales. Así también ha sido registrado en la llamada Memoria Histórica, escrita con mano izquierda por catedráticos oficiales. Nada más ajeno a la realidad. Las guerrillas de las Farc y el Eln surgieron en los años sesenta, promovidas en buena parte por el gobierno revolucionario de Cuba, como ocurrió también en otros países del continente. Si allí no tuvieron porvenir alguno, pero sí en Colombia, no fue por haber tenido el apoyo del pueblo, sino por los millonarios recursos que encontraron en el narcotráfico y que les permitieron comprar armas, sostener sus múltiples frentes y reclutar a la fuerza a menores y mujeres.
Precisamente, una de las últimas y más escandalosas concesiones que ha hecho el Gobierno a la guerrilla ha sido la suspensión de la fumigación aérea a los cultivos ilícitos y el cese de los bombardeos a los campamentos guerrilleros. De ahí que la producción de coca en el último año haya registrado un imperdonable aumento y consolidado el poder de las Farc en muchas regiones del país.
De su lado, los asesores jurídicos que han llegado de Europa para ayudar a las Farc participan también en esta feria de mentiras. Por ejemplo, el abogado español Enrique Santiago no vacila en decir que la principal causa del conflicto colombiano ha sido “el desplazamiento forzado y la usurpación de tierras a los campesinos pobres por parte de terratenientes o ganaderos”. La guerrilla, según él, solo habría sido responsable de un diez o quince por ciento de las víctimas que han caído en Colombia; las demás correrían por cuenta de agentes del Estado y grupos paramilitares. La extorsión y el secuestro, que han azotado a miles de familias en Colombia, ahora son presentados por el Eln y las Farc como medios legítimos de financiación propios de una guerra irregular. El reclutamiento de menores y las minas antipersonas son vistos por ellos como métodos de lucha propios de la insurgencia. Por si fuera poco, todos estos atroces delitos quedarán sin castigo. Así ha quedado dispuesto en La Habana.
“Vamos por el mejor acuerdo de paz”, nos dice el presidente Santos, esperando que este y otros alegres anuncios suyos disminuyan su 70 por ciento de desfavorabilidad que registran las encuestas. Sí, es posible que tarde o temprano (más bien tarde) se termine firmando el dichoso acuerdo. Pero no nos engañemos: como ocurrió en El Salvador con las maras, el ‘clan Úsuga’ y las demás ‘bacrim’ seguirán imponiendo su ley de terror en vastas zonas del país. Muchos guerrilleros rasos se sumarán a ellas. El Eln, de su lado, amenazará con multiplicar sus acciones si no se atienden las peligrosas condiciones que impondrá para firmar un acuerdo. Y para no quedar expuestas a retaliaciones, las Farc nunca entregarán las armas.
Sí, los colombianos soñamos con la paz, pero ¿de qué paz estamos hablando?
PLINIO APULEYO MENDOZA
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