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De dientes para adentro

Con su familia, Karl Marx podía llegar a ser obsesivo, autoritario y conservador como nadie.

Me leí en estos días la estupenda biografía que Rachel Holmes escribió de Eleanor Marx, la hija menor del gran filósofo alemán Karl Marx y de su esposa, Jenny von Westphalen. Una biografía –una historia– como las de antes: bien escrita, llena de humor y tragedia y ternura y datos sorprendentes y aleccionadores; bien contada, para que el lector pueda meterse en la piel de quien protagoniza esa vida que es una novela, como todas, y pueda entender así las contradicciones que la hicieron posible.
Según Holmes, Eleanor fue una de las mujeres más importantes de su tiempo: una brillante heredera intelectual y política del legado de su papá, al cual se consagró por completo como la mejor intérprete y difusora, con la autoridad excepcional que le daba el hecho de ser al mismo tiempo Marx y marxista. Como si el libro de El Capital hubiera sido su hermano más querido, y de alguna manera lo fue. Gran oradora, quiso ser actriz pero no tenía talento. Hoy habría ganado un reality.
Eso sí: le tocó soportar a su papá de dientes para adentro, cuando el gran benefactor de la humanidad cerraba la puerta y apagaba la luz. Entonces, en su casa londinense, la vida en familia de los Marx podía llegar a ser una verdadera tortura. Y no solo por la pobreza en que vivían, de la cual los rescató el generoso Engels (“en esta casa se escribe El Capital, que es lo único que no tiene”), sino también porque Karl Marx podía llegar a ser obsesivo y autoritario, conservador como nadie, el infierno.
Era un mujeriego y un vividor –y su esposa Jenny una santa–, y sin embargo esperaba que su hija se dedicara solo a servirle como amanuense y secretaria, sin tener casi vida propia, sin poder enamorarse siquiera ni llevar pretendientes a la casa, porque además todos huían despavoridos ante los raptos de furia y de celos del gran defensor del prójimo. No: no había tiempo que perder en esa casa, primero estaba la humanidad. En mayúsculas, como les gusta a los egoístas, La Humanidad.
La vida afectiva de la pobre Eleanor, ‘Tussy’, fue un absoluto desastre. Primero en una relación fallida con Prosper Olivier Lissagaray, un escritor socialista que le llevaba casi 20 años y que trabajaba con su papá, quien sin embargo nunca aprobó esa relación tormentosa que la dejó traumatizada y anoréxica. Pero luego le fue peor, cuando se casó con Edward Aveling: un teórico de la liberación y la salvación de la especie humana, un cafre y un mujeriego y un vividor que la llevó al suicidio.
Siempre me ha intrigado y aterrado el caso tan común de esos ideólogos que en su discurso son capaces de adueñarse de unos valores maravillosos y en teoría inobjetables y muy nobles, pero que en su vida privada son la negación misma de eso que en público imponen y defienden con arrogancia y mesianismo. Ultraconservadores y beatos que de noche, cuando nadie los ve, se van a un burdel a que los sodomice un filipino; progresistas y liberales que en su casa son unos tiranos.
Me dirán ustedes que así debe ser, como en el arte. Que la obra no tiene nada que ver con la índole moral del artista. Y en parte estoy de acuerdo, pero creo que hay una sutil diferencia: en el arte los valores estéticos están todos en la obra, que al final es lo que importa; la obra como un objeto independiente y único. En el pensamiento político, en cambio, y sobre todo en quienes lo producen y hacen proselitismo con él, uno esperaría que hubiera algo de coherencia. Que la acción y la reflexión fueran juntas.
Pero no. Sé de gente que decía luchar contra las injusticias de la sociedad y abandonó a sus hijos. Gente que salió a salvar el mundo mientras su familia se hundía.
Lumbre de plaza, oscuridad de casa. Marx vive. Jenny Julia Eleanor Marx.
Juan Esteban Constaín
catuloelperro@hotmail.com
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