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El bombardeo de los robots asesinos

 Hace poco un senador gringo habló durante trece horas sin parar en el capitolio de Washington. Aunque las peroratas maratónicas son un viejo truco parlamentario, el tema que él escogió sembró de zozobra a la opinión pública: los drones. Se denomina así a los aviones, generalmente militares, que viajan sin piloto comandados por control remoto. Al senador lo preocupaba que Barack Obama robotizara sus guerras y utilizara estos inventos para ubicar y matar a delincuentes estadounidenses en su propia patria.
Los colombianos también deberíamos estar inquietos, porque, sin saber cómo ni a qué horas, adquirimos el estatus de pequeña potencia regional en materia de drones. No solo los utiliza el Ejército desde hace algunos años como espías en las fronteras y en la lucha antisubversiva, sino que compramos drones a Israel, donde florece una avanzada tecnología, y aspiramos, además, a fabricar nuestros propios artefactos.
El hecho de que 70 países cuenten hoy con escuadrones de drones hace temer que la guerra se vuelva un desigual juego electrónico de consola, donde unos matan a otros mediante máquinas voladoras sin presencia humana, como quien juega Play Station, y otros mueren en sus ataques. Ya está ocurriendo. La CIA inició en el 2004 su programa de aviones sin piloto, y seis años después Estados Unidos ya había lanzado 118 bombardeos con drones en Afganistán, Irak y otros países. Entre el 2004 y el 2011, según la New American Foundation, murieron 2.551 personas atacadas por estos bichos. Un alto porcentaje eran “enemigos” o terroristas; pero muchos fueron civiles inocentes. Estos últimos suman 500 solo en Pakistán. El dron no distingue entre el ciudadano y el terrorista infiltrado y quien decide el disparo está a miles de kilómetros de distancia. En algunos casos, los aparatos han apoyado masacres de civiles, como ocurrió en 1996, cuando Israel bombardeó intencionadamente el campo de refugiados de Qana y causó la muerte a un centenar de desplazados libaneses.
Los drones están cambiando la manera de combatir. Sirven para espiar o atacar; pueden permanecer en vuelo cerca de 40 horas; son más baratos que los aviones tripulados, más versátiles que ellos para ciertas misiones, y evitan a los gobiernos el riesgo de los pilotos muertos o capturados como rehenes. Aun cuando se anuncia ya la era de la aviación comercial sin pilotos (¿se subiría ud. a un avión sin capitán?), por ahora casi todos los drones están dedicados a ganar guerras.
Sin negar la utilidad de estos ingenios, incluso para cumplir nobles tareas pacíficas, preocupa saber que su proliferación ocurre sin leyes que la regulen y sin un debate a fondo sobre la ética de su función y su responsabilidad, como lo señaló el columnista Aldo Cívico. Normas mínimas internacionales establecen que no todo vale en una guerra: ni envenenar acueductos, ni esparcir gas mostaza, ni fusilar civiles... Los defensores de los drones alegan que la única diferencia con un bombardero convencional es que el piloto controla la nave desde una oficina. Pero este mero hecho deshumaniza aún más la tragedia enorme que es una guerra, la hace más segura para el poderoso –y, por tanto, más apetitosa– y pone a disposición de dictadores de toda pelambre armas letales.
Lo más grave es el paso siguiente: los drones equipados para disparar sin consultar. Israel ya fabrica el Harpy, un aeroplano asesino que viaja, mata y regresa sin más criterio para soltar bombas que los algoritmos de sus computadores. Pronto el cielo estará invadido por robots que se entrecruzan con diversas misiones mortíferas, en que los débiles ponen las víctimas y los fuertes solo arriesgan máquinas.
La semana pasada se anunció que el gobierno colombiano adquirirá más drones para la lucha antiguerrillera y que este año volará el primer avión militar no tripulado “made in Colombia”. Es urgente, pues, que, como sucede en otros países, la ciudadanía esté debidamente informada y se realice un debate transparente sobre la ética de la nueva guerra.
Daniel Samper Pizano
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