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Se conmemora un hecho doble y famoso que tiene el encanto particular de no haber ocurrido del todo.

El 23 de abril de todos los años –en especial cada 100: el siglo sigue siendo la unidad de medida predilecta de la historia– se conmemora un hecho doble y famoso que tiene el encanto particular de no haber ocurrido del todo. No así, por lo menos. No ese día que eran dos, partido en Europa por el capricho de un Dios que se demoró hasta 1923 para darle cuerda a su reloj y ponerlo en la hora exacta.
Hablo de la muerte en la misma fecha pero no el mismo día de Miguel de Cervantes y William Shakespeare, sin duda los escritores más grandes de su lengua y dos fantasmas que incluso en vida ya lo eran y cuyas sombras se tocaron la espalda tantas veces y aún lo siguen haciendo: en la evocación de su nombre cada año y cada siglo, por ejemplo, y en el destino de ser los dos la patria inevitable de quienes hablan su idioma.
Lo interesante es que, como se sabe de sobra y se dice siempre, a veces incluso se dice solo eso, la fecha de la muerte de Cervantes y de Shakespeare se estableció en ambos casos un poco al ojo, con toda la arbitrariedad propia de su época azarosa e impuntual. El uno pudo haber muerto dos o tres días antes, pobre y diabético, y el otro en la víspera, borracho de tanto jugar.
Pero a los dos, cuando los vemos en una enciclopedia, la posteridad les impuso el mismo día como punto final, el 23 de abril de 1616. Como si un solo dardo los hubiera ensartado a ambos para clavarlos en la misma fecha del mismo calendario. ¿El mismo? No. Pero a estas alturas a nadie le importa que el ‘estilo gregoriano’, inaugurado por el papa Gregorio XIII en 1582, no rigiera en Inglaterra sino desde 1752.
Y esa, por sí sola, es una historia bellísima que habría que contar completa otro día: la de cómo el Papa fue a inaugurar un zodiaco en su observatorio astronómico, frente a sabios llegados de todos los rincones de la Tierra, y el Sol no cayó en Aries, donde tenía que caer, sino en otra parte; dio en el palo. Por eso los magos del Vaticano tuvieron que reformar el tiempo: para que el de los hombres fuera el mismo que el de las estrellas.
No todos los hombres, claro que no: solo quienes vivían bajo el poder de Roma, dentro de cuyos propios dominios fue muy difícil hacerle entender a la gente que tenía que cortarle de tajo 10 días a su vida. A la América española esa reforma llegó con tres años de retraso, en 1585, e incluso se robaron la cédula real que la imponía. Y en el mundo que no era católico el nuevo tiempo llegó aun más tarde, con cuentagotas.
Por eso Shakespeare vivía todavía con el viejo calendario, el ‘estilo juliano’, y así murió: el 23 de abril para él, cuando en España ya era mayo. Por eso ambos escritores comparten el día simbólico de su muerte, aunque desdoblado y sin que se sepa bien cuándo ocurrió la de ninguno de los dos. Qué más da: el tiempo es un pretexto para recordar; el tiempo es el lugar equívoco de la memoria, no su caja registradora.
Y lo importante, ahora que se avecina un nuevo centenario de la muerte de Cervantes y de Shakespeare (y del Inca Garcilaso de la Vega), es pensar cómo lo vamos a conmemorar; de qué lo vamos a hacer pretexto. Hace un siglo las balas de la Primera Guerra Mundial lo ensordecían todo y les dieron a los dos tricentenarios el acento de una feroz reivindicación del espíritu nacional inglés o español. Tempestades de acero, no de tinta.
Esta vez, supongo, se harán libros y foros y actos solemnes. Los españoles se quejarán, ya lo hacen, de lo bien que tratan los ingleses a Shakespeare y de lo mal que tratan ellos a Cervantes. Y sí.
Pero que esta fecha doble sirva sobre todo para volver a lo importante: los libros de quienes la hicieron una sola, para siempre.
JUAN ESTEBAN CONSTAÍN
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