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Conexión versus conversación

Hemos reemplazado la conversación por la conexión. Estamos huyendo de la confrontación con el otro.

Florence Thomas
Viajes, salas de espera de los aeropuertos, grupos de extraterrestres silenciosos con la mirada fija sobre una pantalla de teléfonos, tabletas o computadores portátiles; todos, absortos, como ausentes y, sin embargo, conectados con algo, con alguien, con el mundo. Una extraña paradoja de nuestro tiempo: muy seguramente jamás hemos estado tan conectados con el espacio, ese ciberespacio, y probablemente jamás hemos necesitado tanto hablar, encontrar al otro, a la otra y afrontar las miradas.
Unos datos mundiales nos dan una idea del cómo estos aparatos han irrumpido en nuestras vidas y en nuestras mentes: el promedio nos dice que los dueños de los teléfonos móviles pasan 147 minutos al día, o sea casi 3 horas diarias, utilizando su teléfono, a lo cual hay que añadir 50 minutos si además poseen una tableta. Y, al leer un informe sobre el tema, parece que, consecuentemente, jamás hemos necesitado tanto conversar. De hecho, ya existen desde hace unos años festivales enteramente dedicados al arte de conversar en París, Londres y Tokio, y varios libros e investigaciones sobre la cuestión.
Hemos reemplazado la conversación por la conexión. Estamos huyendo de la confrontación con el otro, con la otra. Por supuesto que la conexión es más rentable, más eficaz, más veloz, y nos protege de nuestros propios demonios. En la pantalla solo encuentro el reflejo de mi propio rostro. ¿Dónde quedó, entonces, hoy esa rara felicidad del encuentro, esta coreografía que nos une, ese paseo durante el cual buscamos juntos una clase de armonía que nos exige flexibilidad y una particular atención, pues, conversando con el otro, con la otra, lo inesperado siempre se puede presentar? Como lo expresa Emanuel Godo en un ensayo titulado La conversación, una utopía de lo efímero.
Y sin embargo, ese arte de la conversación, del buen hablar, de compartir con el otro, con la otra, con el mundo desde la oralidad, ha sido reconocido desde hace siglos como la herramienta por excelencia de la humanización y uno de los patrimonios de nuestra humanidad más viejo del mundo. Esto es lo que me asaltó hoy en esa sala de espera de un aeropuerto en mi viaje de regreso hacia Bogotá.
Trato de acordarme de mis primeros viajes a París, hace unos 45 años, cuando ninguno de estos aparatos existía; no sé si hablábamos más entre todos, pero lo que siento es que se cruzaban más las miradas y la conversación estaba en el aire. Había manos que se movían al ritmo de la palabra, una sonrisa que iluminaba la cara de un viajante y quizás algo de gratuidad, de sorpresa, de posibles entre todos, entre todas.
Afortunadamente, algunas niñas y niños –muy chiquitos, porque ya desde los 6 o 7 años tienen un aparato en las manos– están jugando con un oso de peluche o con la Barbie de moda. Ellos me evocan que quizás todo no está perdido, que tal vez ellos, ellas, serán capaces de... ¿de qué, exactamente? No lo sé, tal vez solo de no olvidar que el encuentro con el otro, con el mundo, no puede resumirse en encuentros virtuales. También en alguna parte de nuestro planeta, estoy convencida de que existen aún principitos que conversan con un zorro o con una rosa y que todavía existe la felicidad, le bonheur de buscar las palabras que logran construir nuevos mundos, emociones, huellas de ese impacto corporal y al mismo tiempo subjetivo que una buena conversación es capaz de generar en nosotros, los humanos y las humanas.
Florence Thomas
*Coordinadora del grupo Mujer y Sociedad
Florence Thomas
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