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¿Cómo se definen las democracias?

El "gobierno del, por y para el pueblo" solo deja abiertos interrogantes sobre la voluntad popular.

¿Son las decisiones de un referendo reversibles? La pregunta ha sido formulada por Anatole Kaletsky a propósito del reciente referendo británico sobre la permanencia del Reino Unido en la Unión Europea (UE) (Prospect, 8/2016). Es un interrogante que invita a reflexionar sobre la definición misma de la democracia.
No es una preocupación novedosa. Desde su reencarnación moderna, el debate sobre los significados de la democracia y sus formas prácticas ha sido ininterrumpido. La definición clásica del “gobierno del pueblo, por el pueblo y para el pueblo” solo deja abiertos todos los interrogantes relacionados con la voluntad popular.
Tras los extremos de la Revolución francesa, Benjamin Constant quiso reivindicar su legado, pero trazándole límites a la soberanía popular. A mediados del siglo XIX, muchos encontraron la fórmula en el sufragio universal, identificado con la democracia. Fue un momento breve, seguido del desencanto. Sus primeros experimentos en Europa desembocaron en Napoleón III, encarnación original del “cesarismo democrático”. Ya Alexis de Toc-queville había advertido sobre las amenazas de la “tiranía de las mayorías”. Eminentes liberales siguieron apegados al sufragio censitario: la genuina representación exigía un electorado independiente, sin ataduras económicas o sociales.
En alguna medida, la reflexión de Kaletsky nos remite a este debate que se confunde con la discusión sobre la naturaleza de la democracia. Pero Kaletsky no cuestiona el principio en sí de las mayorías. En vez, se pregunta sobre la posibilidad de revertir o no sus decisiones, con la formación de nuevas mayorías que reflejen subsiguientes cambios de opinión.
“En una genuina democracia –nos dice– nada es nunca irreversible, ya que cada decisión, cualquiera sea su mayoría, siempre está abierta al debate”.
Kaletsky sugiere comparar la decisión sobre un referendo con los resultados de las elecciones ordinarias para formar gobiernos. En estas corresponde al partido perdedor organizarse en oposición, con el fin de buscar cambios en la opinión del electorado y triunfar en las próximas elecciones.
“La esencia de la democracia”, dice Kaletsky, se encuentra en el “derecho de desafiar y revertir las decisiones de la mayoría de los votos”: ¿Por qué entonces no aplicar esta lógica de las elecciones ordinarias a los referendos? Kaletsky propone así las bases para organizar una campaña por un segundo referendo sobre un nuevo arreglo con la UE.
Elecciones y referendos obedecen, sin embargo, a distintas lógicas temporales. Las primeras siguen calendarios preestablecidos. Sus decisiones tienen aplicación inmediata en la formación de gobiernos. Algunos países han introducido la posibilidad de referendos para revocar el mandato de los elegidos, pero estos solo pueden hacerse después de cierto tiempo.
Es difícil ver cómo en democracia los gobiernos puedan ignorar las decisiones de referendos, a menos que hayan sido definidos de antemano como “consultivos”. Surgirían serios problemas políticos. Como no parece muy práctico que la Gran Bretaña viva en eterna indecisión sobre si pertenece o no a Europa. Ni todos los temas sometidos a referendo pueden estar sujetos a constantes reconsideraciones.
Parte de las complicaciones advertidas por Kaletsky obedece a las circunstancias específicas del referendo británico, incluidas las ambigüedades sobre su naturaleza. La misma falta de una propuesta concreta sobre la salida de Europa exigirá quizás un segundo referendo. Pero el análisis de Kaletsky va más allá del caso británico. Y subraya la necesidad de repensar las relaciones entre referendo y democracia.
Eduardo Posada Carbó
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