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Como quien cruza los dedos

Tiene mucho sentido que haya tanta gente advirtiendo que este anuncio no es el fin del conflicto.

Una de las peores herencias, si no la peor, de eso que se suele llamar la ‘independencia de Colombia’ es que desde entonces, desde principios del siglo XIX, aquí hemos estado reinventando el mundo cada tanto; empezándolo otra vez desde el principio, a las malas. Por eso no es raro encontrar en nuestra historia esas frases pomposas y fallidas que prometen, “ahora sí”, “un mejor país”, “otro mañana”, “una nueva sociedad”.
Esa era la maldición que dejaba la guerra de independencia: su perpetuación indefinida como un recurso permanente de los dueños del poder para consumar sus utopías ideológicas, sus proyectos mesiánicos y de dominación. En una sociedad condenada a maldecir de su propio pasado; una sociedad en la que la guerra no era el fracaso de la política sino su escenario principal.
Claro: los colombianos llevamos años, décadas, tratando de explicarnos a nosotros mismos nuestra feroz violencia, y ese esfuerzo ha producido toda clase de interpretaciones y teorías, dudas y certezas. Por eso aquí es imposible privilegiar un solo relato de las causas de la guerra, porque son tantas que hacerlo implica una adulteración de la historia que a su vez se vuelve una causa más del conflicto y de la guerra. Y así sin parar.
Pero yo sí creo, sin ninguna originalidad, que hay que remontar la raíz de nuestra violencia hasta allá: hasta el inicio de las guerras civiles en el siglo XIX, en las que quedó establecido que la lucha por el poder en este país se hacía siempre, y de manera lícita, con las armas en la mano. Por eso esas guerras, sin falta, acababan con la rendición del enemigo y su expulsión de la vida civil; con una constitución humeante en la punta del fusil.
La sociedad colombiana lleva doscientos años tratando de resolver a los tiros el dilema desgarrador, el abismo que se abre entre sus instituciones democráticas y sus estructuras señoriales y coloniales, de la Encomienda, como decía Fernando Guillén Martínez. Un país premoderno y de tercos rezagos feudales que de dientes para afuera cree vivir en la modernidad. El famoso orangután en sacoleva de Echandía.
¿Que las cosas han cambiado, que ha habido progresos enormes? Por supuesto, negarlo sería una idiotez. Pero en el fondo siempre subyace ese conflicto tan profundo entre nuestra mentalidad excluyente y combativa (ah, el coronel Aureliano Buendía listo a pelear sus guerras inútiles, como todas) y ese país de papel que está en nuestras leyes y en nuestras constituciones, en la ficción que somos.
Ese conflicto, si uno lo piensa bien, está presente en todas las causas de nuestra guerra: las que tienen que ver con la tierra y el poder; las que tienen que ver con el modelo económico; las que tienen que ver con las muchas formas de ser colombiano, tantas de ellas marginadas y envilecidas; las que tienen que ver con la cultura, con la riqueza, con la vida. Hombre: si aquí fueron los narcos los que casi hacen la Revolución francesa.
Por eso tiene mucho sentido, sí, que haya tanta gente advirtiendo, como si fuera una revelación escandalosa y no la obviedad que es, que este anuncio de hoy entre el Gobierno y la guerrilla no es el fin del conflicto. Incluso está muy bien que haya quienes se opongan al anuncio mismo y vean en él una humillación. Que la gente diga lo que quiera sin matarse, como dice Diana Uribe. De eso se trata.
Pero la historia también está hecha de símbolos, de puertas que hay que cerrar por fin. La historia como una lenta continuidad, como una posibilidad para ajustar cuentas con nosotros mismos. Sin fórmulas mágicas, sin esperar jamás la perfección de nada.
Como quien cruza los dedos y espera una segunda oportunidad sobre la Tierra.
Juan Esteban Constaín
catuloelperro@hotmail.com
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