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Comienzo del fin de una farsa

Ni en Venezuela ni Argentina hubo un movimiento que merezca llamarse de izquierda.

Eduardo Escobar
La derrota del poder de la familia Kirchner en Argentina y la caída en Venezuela del chavismo, de puro maduro, quizás marcan el gozoso fin de la farsa, de la cómica ficción del socialismo en el siglo XXI, que amenazaba con arrastrar a Latinoamérica a un estado de postración espantosa, a imitación de la pobre Cuba de los hermanos Castro, quienes dieron tan pésimo ejemplo hasta hoy a montones de miopes e ilusos en el vasto territorio que corre entre la Patagonia y México, llenando de terrores la historia y avivando las peores inclinaciones humanas en las dictaduras castrenses y en los aparatos paramilitares, obligados a hacer de glóbulos blancos contra la infección tártara de una ideología que para nosotros nunca pasó de ser un sainete con acompañamiento de música de charangos de protesta y aplausos de los intelectuales de cola de caballo y poncho y en la mochila la biblia de Eduardo Galeano.
Por lo pronto, la señora Kirchner se va tirando puertas a administrar sus colonias vacacionales a la Tierra del Fuego mientras se le prepara un juicio por sus indelicadezas, para llamarlas con cautela. Y Maduro resiente la bofetada de las urnas el domingo. Bofetada que la mayoría de los colombianos disfrutamos con un suspiro de alivio más que con la lástima que inspiran los boxeadores vapuleados. Por esta razón: porque desvanecida la farsa o el mondongo insufrible del neobolivarianismo, Venezuela dejará de ser el santuario, o el lupanar de refresco de nuestra izquierda armada y la justificación de sus pretensiones napoleónicas. Si a eso le sumamos los alzamientos en Bolivia y el Ecuador de Correa, es lícito pensar que América Latina retoma su rumbo natural contra el voluntarismo puritano.
Quizás ahora nuestras izquierdas comiencen a reinventarse lejos de los tics mentales del leninismo y los utopistas del siglo XIX que Marx miraba con cariño cuando amanecía de buen humor y se le fatigaba el empeño de poner la filosofía occidental patasarriba para liberarla del papel, según dijo, de sirvienta de los teólogos. Lo cual, entre otras cosas, no sucedió a causa de su trabajo, del sudor de su pluma, sino del ejercicio científico, de los adelantos de la medicina y la sicología y astrofísica y la física de las partículas elementales y de los expertos en agujeros negros, que no son negros, y en agujeros blancos que aún no sabemos de qué color son a fin de cuentas.
Uno no puede sino desear que la oposición en Venezuela desde la Asamblea consiga remendar el daño que dejó en su sociedad la retórica de Hugo Rafael contra el imperio norteamericano y Colón y el comercio y los ricos, con su marxismo estrambótico que le permitió entronizar bustos de ‘Tirofijo’ en su territorio y acabó lamiendo los presbiterios y plagando el futuro de pajaritos mensajeros que marcan el rumbo del Estado a exconductores de buses urbanos. Ojalá Venezuela consiga restaurar una cierta forma de la convivencia. Lo merece un país que los vociferantes líderes del chavismo mantienen hace ya tres lustros largos sumido en la exasperación, forzándolo a experimentar en una fórmula política inane, que demostró su incapacidad para crear felicidad y comprobó un montón de veces ya que el camino del infierno está empedrado de buenas intenciones. En Venezuela y en Argentina no perdió la izquierda.
Porque ni en Venezuela ni Argentina hubo un movimiento que merezca llamarse de izquierda. Sino un populismo corrompido amparado en un irresponsable asistencialismo, en medio de una profusión fascistoide de banderas amontonadas y epítetos macarrónicos que incluso convirtieron a Kirchner y a Chávez en gigantes históricos. Mientras los présbites hermanos Castro coquetean con los Estados Unidos. A ver si en las últimas les funciona el modelo Vietnam contra el desastre. Pero, en fin, celebremos hoy el descalabro madurista. Sin renunciar a lo que llamó Borges “el deber de la esperanza”.
Eduardo Escobar
Eduardo Escobar
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