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Corrupción: un cáncer difícil de extirpar

El interés colectivo, el bien público, el interés general han perdido vigencia en esta sociedad.

Desde hace décadas el país viene rasgándose las vestiduras por el desangre permanente de recursos, fruto de las prácticas corruptas que se dan a todo nivel y en diversos sectores a lo largo y ancho del territorio nacional.
La corrupción, el acto por el cual una persona ofrece una dádiva para que otra –que a su turno la recibe– realice una acción ilegal, irregular, con el propósito de obtener un provecho económico o de otra índole, es hoy el mayor problema que enfrentan el Estado y la sociedad colombiana.
Por supuesto, las prácticas corruptas no son exclusivas de Colombia. Es un fenómeno que ha existido siempre, identificado con el ejercicio del poder público y la toma de decisiones, pero que hoy se presenta con la misma fuerza en el sector privado.
En Colombia, sin embargo, la corrupción tiene un tinte adicional: uno de los legados del narcotráfico que permeó nuestra sociedad es la idea generalizada de que para el logro de los objetivos que tiene una persona: poder, dinero, reconocimiento, aceptación, entre otros, todo recurso es válido. Si el camino es eficaz, cualquier acción se justifica si así se satisface el interés individual en el menor tiempo posible.
El interés colectivo, el bien público, el interés general han perdido vigencia en esta sociedad. Valores como la solidaridad, el orden justo o el respeto por el derecho ajeno son apenas expresiones vacías de la Constitución que están presentes en los discursos vehementes de tirios y troyanos.
La construcción de una carretera, de un puesto de salud o de una escuela; la generación de infraestructura en general para conectar los territorios y generar bienestar a sus poblaciones no es suficientemente importante. Si se puede derivar un enriquecimiento particular, se sacrifica el desarrollo para acrecentar las arcas de unos pocos. La carretera, el acueducto, la salud de muchos pueden esperar eternamente.
El ejemplo para las nuevas generaciones es nefasto. Son pocos los dispuestos a lograr sus sueños con tiempo y esfuerzo; menos los que reconocen y respetan a la autoridad; entre sus planes no está sujetarse a las reglas de convivencia ni ceder su interés en beneficio de la colectividad.
Una sociedad en la que la justicia equivale a revancha, los tomadores de decisiones manosean y usan perversamente los principios fundantes del Estado y los “representantes” del pueblo acceden a fungir más bien de títeres, difícilmente puede pensar que está por el camino de combatir la corrupción.
Expedir normas que impongan sanciones más drásticas, investigar con mayor rigor a los sospechosos, o la labor de los medios de comunicación para develar escándalos por corrupción, entre otros, no es suficiente ni será eficaz para prevenir y combatir el flagelo si la sociedad no cumple su papel.
Se requiere contar con una ciudadanía activa y comprometida. La educación es esencial. Contar con ciudadanos educados, informados, conocedores de sus derechos y responsables por sus deberes; que actúen por convicción y en defensa de los principios sobre los que está edificado el Estado Colombiano, es fundamental. Si no se trabaja para que se ejerza una ‘ciudadanía de alta intensidad’, no habrá medida o acción que surta los efectos deseados. Solo un ciudadano que no vende su voto, que participa respetando a la autoridad y es firme en la defensa de los bienes públicos, solidario ante la injusticia y los abusos de los que se dicen servidores públicos, respetuoso de las instituciones así como de las autoridades, puede garantizar que las medidas que se adopten desde los organismos del Estado sean efectivas en la lucha contra la corrupción y no un mero fogonazo reactivo ante las noticias que terminan siendo flor de un día.
Claudia Dangond
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