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Chequera

En un país de negreros ha sido usual, en fin, confundir el liderazgo con el despotismo.

Ricardo Silva Romero
Cómo son de decentes los políticos cuando no tienen el poder. Se declaran analistas estremecidos mientras escampa, mientras vuelven a ser los autores de la tormenta. Recobran la vista, oh, para ver el clientelismo en el ojo ajeno. Ahora se indignan porque a la antología de grandes frases de nuestra historia, desde “...ved los grillos y las cadenas que os esperan” hasta “la plata que deja una alcaldía no la deja un embarque...”, ha llegado para quedarse el grito de campaña del gobernador del Cesar: “¡Somos amigos del que hoy maneja la chequera: el vicepresidente Vargas Lleras!”. Se sublevan cuando el presidente Santos aclara, en tercera persona, que el titular de la cuenta es el presidente Santos. Se crispan cuando el escarmentado Vargas Lleras sale a aclarar que nadie nunca ha puesto en duda que el jefe no es él, sino su jefe. Pero por supuesto: ni la indignación ni la sublevación ni la crispación son de verdad.
No es raro que los políticos acusen a los políticos de ser políticos, ni que los áulicos de los gobiernos pasados censuren a los funcionarios de los gobiernos presentes por cometer lo mismo que ellos, ni que desde el burladero se fantasee con los vicepresidentes conspiradores, ni mucho menos que se dé entre un par de poderosos la amistad que se da entre un par de enemigos, un par de ajedrecistas megalómanos. No solo es habitual que el ladrón juzgue por su condición, sino además, hoy, que los dirigentes vayan por ahí diciendo los primeros titulares que les vengan a la cabeza: hoy todos oímos lo que todos pensamos –todas las voces al mismo tiempo en estas redes, Dios, mundo pequeño, infierno grande– como el protagonista atormentado de 'Lo que quieren las mujeres'. Es usual, o sea muy colombiano, que se relacione ser el jefe con tener la chequera. Y el fajo.
Y pantalones con correa: suele elogiarse al presidente Lleras Restrepo –abuelo del Vicepresidente: mire usted– por haberle dicho con el dedo índice, a una Colombia engañada en las urnas, su dictatorial a las nueve de la noche no debe haber gente en las calles ese martes de abril de 1970.
En un país de negreros ha sido usual, en fin, confundir el liderazgo con el despotismo, temerles a quienes tienen la chequera, “sí, señor”. Pero no se pierde nada insistiendo en que no tiene por qué ser así.
No es preciso encogerse de hombros cuando el Fiscal de turno amenaza con imponerle su voluntad a la historia del país (pretende él solito, según dijo, “revisar” los indultos al M-19 que concedió el Estado en 1990) en los últimos minutos de su ciclotímico cuarto de hora. No es obligatorio acostumbrarse a que elegir a un mandatario sea entregarle nuestra cuenta bancaria. No hay por qué resignarse a que el enésimo nuevo alcalde de Bogotá se dé el lujo de decretar –pues es él quien tiene la chequera, quién más– que no es tan grave como suena perder los cientos de miles de millones nuestros que se gastaron en los penúltimos estudios para hacer el metro. Quién dijo que votar es escoger un amo, un dueño: “¡el rey ha muerto, viva el rey!”. Quién les quita a estos gobernantes ese tono de patrones, de padrastros.
Vargas Lleras va a ser presidente: qué duda cabe. Su gobierno dentro del Gobierno adelanta un necesario e innegable plan de infraestructura que, a la hora de emprender la carrera por el poder, lo convierte en la liebre de la fábula. Y, ya que su silencio sobre la paz es provocador e inquietante, resulta fundamental que se vea obligado a gobernar una Colombia en la que cada vez menos personas crean que era posible ganar una guerra de cincuenta años; resulta vital que en el 2018 quede poco de aquel país intimidado –y resignado a los capataces y a la farsa– que aún corre a su casa a las nueve de la noche.
Ricardo Silva Romero
www.ricardosilvaromero.com
Ricardo Silva Romero
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