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El odio y la paz

En Colombia el tema es la impostergable necesidad de ser realmente un país capitalista.

Si el mundo tuviera el tiempo y el interés de entender claramente lo que está sucediendo en Colombia, este sería un caso de laboratorio sobre las contradicciones en que puede caer un pueblo lleno de gente inteligente y trabajadora. Generaciones como las actuales, que no han conocido realmente lo que significa vivir en paz, crecientemente le dan la espalda a la posibilidad de por lo menos iniciar el camino de la reconciliación. Pero lo más grave es que este proceso de rechazo a los Acuerdos de La Habana está rodeado de odio, sentimiento que crece como la espuma. Supuestamente es contra las Farc y los horrores que cometieron; y cualquier cosa que los favorezca justifica el abandono de la bandera de la paz.
Varias reflexiones surgen. Entre quienes han analizado el conflicto sin sesgos políticos se afirma que los paramilitares fueron los responsables de las mayores atrocidades cometidas en la guerra, especialmente contra las mujeres rurales. Aun suponiendo que el paramilitarismo hubiese sido igual de perverso que las Farc y el Eln, la pregunta es: ¿por qué los colombianos concentran su rechazo al acercamiento con la guerrilla, pero callan ante estrategias similares con los ‘paras’? Es evidente que dentro de estas élites nacionales urbanas, que son las que transmiten los sentimientos de odio, es la guerrilla la que no merece nada.

Este se explica por el contenido del Acuerdo, que, por fortuna, pone en blanco y negro, no todas, pero
sí algunas de las transformaciones postergadas por siglos en este país

Otra reflexión es aún más dolorosa. La historia colombiana demuestra que el paramilitarismo surgió antes que la guerrilla, que ha sido un arma tradicional de los dueños del poder y que lo han auspiciado para mantener sus privilegios. Por el contrario, el Acuerdo de Paz con las Farc empieza tocando un núcleo de profundo interés que los poderosos han defendido a toda costa: la tierra. Cuando en un país el 1 % de los propietarios son dueños de casi el 50 % de la tierra productiva, cualquier decisión que toque ese interés ahora no solo se frena, como se hizo con el famoso Acuerdo de Chicoral, sino que se ataca con odio. Odio urbano que mira con indiferencia los asesinatos de líderes rurales que defienden el Acuerdo de paz y la redistribución de la tierra.
Es increíble que la mayoría de los colombianos que no pertenecen a ese mundo feudal, el cual tiene el privilegio de poseer, legal e ilegalmente, grandes extensiones de tierra dedicadas a una ganadería extensiva o a cultivos que generan poco empleo y que no logran mejorar la vida rural se identifiquen cada vez más con aquellos que han frenado el desarrollo capitalista de este país. En Colombia, el tema no es el castrochavismo, sino la impostergable necesidad de ser realmente un país capitalista, lleno de verdaderos empresarios, pequeños, medianos y no solo “grandes” que con frecuencia explotan a sus trabajadores rurales, y viven acostumbrados a recibir grandes apoyos estatales. Mientras tanto, sectores importantes del país urbano y rural viven al margen del desarrollo.
El odio a la paz no tiene que ver con la debilidad del Gobierno, con el mal desempeño de la economía o con el protagonismo del presidente Santos por el Nobel de Paz. Este se explica por el contenido del Acuerdo, que, por fortuna, pone en blanco y negro, no todas, pero sí algunas de las transformaciones postergadas por siglos en este país y que lo volverían una verdadera democracia. Y es la política, ahora con la ayuda de parte del Estado, y la Corte Constitucional las que quieren cerrar esa ventana de oportunidad.
Los que creemos que llegó la hora de que Colombia sea un país sin los dueños de siempre, públicos y privados, no podemos dejarnos atraer por los cantos de sirena de quienes no quieren que nada cambie. Son nuestros descendientes los que se verán enfrentados a un conflicto aún más grave y probablemente más largo que el que nos tocó a nosotros.
CECILIA LÓPEZ MONTAÑO
cecilia@cecilialopez.com
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