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Cartas de amor

Quizás no existan espectáculos tan cínicos como los que protagoniza la clase política colombiana.

Quizás no existan en el planeta espectáculos tan cínicos, desafiantes y despreciables como los que protagoniza la clase política colombiana, representada en el Parlamento. Lo más desconsolador es que los colombianos ya nos acostumbramos a ellos y los miramos como normales. Por su culpa y por la corrupción generalizada, somos un país fracasado, sin posibilidad de futuro. La razón es muy sencilla: ellos elaboran las leyes, y su principal y visible interés no parece ser el bien de los colombianos, sino su propio beneficio y bolsillo. Por todo ello, cuando oigo hablar a la mayoría de los senadores y representantes siento físico asco y náuseas. Hay algunos, pocos por desgracia, que sí se merecen el sueldito que ganan. Oírlos consuela e infunde alguna dosis de optimismo; pero una golondrina no hace verano.
La base común de su actuar, y que el pueblo mira como una patada allí, es la inasistencia a las sesiones, el ausentarse cuando no les interesa votar, el inacabable turismo parlamentario, las constantes y amañadas componendas, que son su pan político diario; las escandalosas subidas de sueldo. Estas ‘pendejaditas’ son las que los tienen en la mínima aceptación de los colombianos. ¡Cómo será que hasta la guerrilla sale ya mejor calificada en las encuestas!
Por encima de esta inacabable corrupción de base, nuestros honorables padres de la patria viven de vez en cuando (o sea, a menudo) momentos estelares. He aquí cinco del año que acaba de pasar.
Primero: cuando Maduro cerró la frontera, los colombianos mirábamos con lágrimas en los ojos a nuestros compatriotas pasar un río cargando colchones, ollas, niños, en un desconsuelo total. Los honorables padres decidieron ir a acompañarlos en su desgracia. No les dieron ni para un tinto, y esa misma semana se subieron el millonario sueldo. ¡Descarados! Ustedes, senadores y representantes, parecen no tener corazón. Segundo: un desplazado fue al congreso a contarles sus sufrimientos, y los honorables no lo escuchaban, se tomaban selfis, mascaban chicle, llamaban por teléfono, se salían de la sala. ¿Qué hacemos con unos legisladores que no tienen la más mínima educación?
Tercero: una valiente senadora, por la que votaré para que sea presidenta de Colombia, les propuso a ustedes, honorables, que se rebajaran un poco los escandalosos sueldos. Hubo respuestas cínicas como estas: apenas nos alcanza para vivir dignamente; por nuestro trabajo y dignidad, nos lo merecemos. ¿O sea que a los millones de colombianos el miserable salario mínimo les debe alcanzar para vivir dignamente? Sí, desde luego que les alcanza para pasar hambre y privarse, incluso, de lo necesario. Cuarto: ante el espectáculo inhumano de los niños wayús que mueren de hambre, algunos de ustedes han escrito conmovedores artículos en prensa y otros han tenido apasionadas intervenciones en el recinto ‘sacrosanto’ del parlamento. Parecían llorar. Descarados, más hubieran hecho viajando a La Guajira a llevar un mercadito extraído de los veintitantos millones que se ganan tan fácil, y hasta inmerecidamente, cada mes.
Cinco: el último momento estelar lo protagonizaron hace poco exparlamentarios que, por vía de tutela, pretenden que les devuelvan unos pesos que les recortaron de sus jubilaciones y acuden al mismo argumento: que no les alcanza para vivir. ¿Pasarán hambre con 20 millones al mes? Si es así, que nos lo digan, y les llevaremos limosnas, mercaditos, medias, condones, calzoncillos, pañuelos, jabones, pasta de dientes, aguadepanela, etcétera, y lo haremos con mucho gusto, por caridad cristiana. Sigan así, honorables parlamentarios, y quizás termine escribiéndoles cartas de amor.
Andrés Hurtado García
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