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Bogotá, ciudad libre

La libertad de unos existe por la dominación de otros. Los peatones, los de a pie, no somos libres.

Las ciudades siempre han representado tanto la libertad como la concentración del poder. Siempre ha sido así. La Ur de Mesopotamia, las ciudades Estado de la antigua Grecia, la Roma imperial, las ciudades de la Edad Media donde los siervos, sometidos y atados a la tierra por señores feudales, intentaban escapar de sus garras para buscar protección en las ciudades gobernadas por clérigos o señores que necesitaban mano de obra para sus industrias. Las ciudades del Renacimiento vieron la libertad creadora de las artes. La Revolución Industrial concentró en ellas al proletariado, que produjo ideologías y movimientos libertarios. París atrajo al mundo entero.
En Colombia, la violencia provocada y desarrollada en los campos produjo las masivas migraciones, que empezaron en los años cincuenta y llegan hasta nuestros días. Antes, con cierta suavidad e hipocresía, los llamaban migrantes rural-urbanos. Hoy, con un mundo menos ignorante y ante la evidencia incontestable, los llamamos desplazados. Esas masas se superpusieron a la población trabajadora que existía en las ciudades de comienzos y mediados del siglo XX. Pero no solo llegaron los desplazados pobres. Con ellos, desde hace más de cincuenta años, también llegaron los hijos de los caciques rurales, los señoritos de la provincia, los hijos ilustrados del despotismo rural.
Esas élites rurales, para decirles de algún modo, se incrustaron e infiltraron, y establecieron alianzas con las precarias élites de las ciudades. Les fue fácil, pues las clases altas de nuestras ciudades de entonces nunca pudieron crear grandes poderes ni grandes ciudades. No fueron decadentes porque nunca estuvieron muy alto. Esa mezcla de viejas élites y gente bien de provincia conforma nuestra clase dirigente. Nueva cultura.
De ese torbellino social, en el que se ha buscado protección y libertad, surge la amalgama de nuestras urbes. Visto en perspectiva, Bogotá es la ciudad maravillosa que nos garantiza la libertad y asegura la adrenalina. En Bogotá hay gente que puede hacer lo que quiere. Un constructor puede sobrecargar la densidad, los servicios, el espacio y la movilidad al aumentar pisos en altura. Un capo de los negocios o la política, con sus ‘guardas del cuerpo’, puede parquear donde se le dé la gana, puede atravesarse a quien quiera, engatusar policías.
En Bogotá se practica el deporte extremo cuando se cruza una calle, cuando se marcha sobre un andén, que parecen de propiedad privada. No hay curador que controle sus obstáculos, huecos y pasos hundidos. Las motos y bicicletas son los vehículos de la libertad.
Quien quiera diversión la tendrá en bares mortecinos, en ollas de droga y en restaurantes y comercios sin control estatal. Al que le pique la vena artística podrá pintar su grafiti donde quiera. Un nuevo alcalde siempre podrá imponer sus caprichos. En los negocios siempre habrá quien especule o capte recursos de ingenuos inversionistas o de viudas desprotegidas. Un político podrá obtener recursos ilícitos con contratos indebidos o convertirse en ‘lobistas’ a favor de las grandes empresas que quieren pagar menos impuestos. Un depravado siempre encontrará cómo abusar de niños y tendrá parientes que lo encubran.
Pero en la práctica, la libertad solo la pueden ejercer los que tienen o están cerca del poder real. Aquel poder que se impone sobre todo, el que gobierna nuestras vidas a través del control de los mensajes o por la fuerza. Porque la libertad de unos existe por la dominación de otros. Los peatones, los de a pie, no somos libres.
Bogotá, la libre. Es cual Sodoma o Gomorra, las que sufrieron la ira de Dios.
Carlos Castillo Cardona
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