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Cantos contados

Aureliano Segundo logró un sueño que García Márquez no alcanzó: ser un virtuoso del acordeón.

A propósito del Festival.
La música fue muy importante en la vida y la obra de Gabriel García Márquez, un melómano empedernido que solo dejaba de escuchar sus piezas favoritas cuando abordaba el silencio de su escritura. “No logro escribir con música de fondo porque le presto más atención que a lo que estoy escribiendo”.
Después regresaba al resto de su cotidianeidad, amenizada por las ‘suites’ de Bach, los conciertos de Bartok, los boleros de Bienvenido Granda y los vallenatos de Escalona...
Desde que, de niño, Gabriel García Márquez vio un acordeón en unas fiestas del veinte de julio, quiso tener uno y convertirse en un gran músico, tocándolo. “Había soñado con la buena vida de ir cantando de feria en feria, con acordeón y buena voz, que siempre me pareció la manera más antigua y feliz de contar un cuento”.
Pero eso no fue posible. Primero, porque su abuela consideró al acordeón instrumento de “guatacucos” o corronchos, y porque, de joven, Gabito tampoco tuvo la suerte ni el dinero para comprarse uno.
Muchos años después, en ‘Cien años de soledad’, fue Aureliano Segundo quien logró hacer realidad el sueño que García Márquez no culminó: ser un virtuoso del acordeón.
En aquellos tiempos lo que aprendía la gente de bien o de origen europeo era piano, guitarra, tiple o violín. La madre de los García Márquez intentó aprender piano sin éxito; el padre, en cambio, dominó el violín, que luego olvidó. Gabito aprendió guitarra y tiple con su hermano Luis Enrique e integró con otro amigo un trío de serenatas que sonaba como Los Panchos y tocaba también música andina.
En Barranquilla, mientras estudiaba en el Colegio de San José, el mayor de los García Márquez fue acompañado por su madre al programa ‘La hora de todo un poco’, del maestro Ángel María Camacho y Cano en La Voz de la Patria, para concursar como cantante aficionado por un premio de cinco pesos. El cataquero no conocía ni había escuchado la música de Escalona. Cantó ‘Los cisnes’, una danza de Ramón Carrasco, al estilo de Garzón y Collazos, acompañado al piano por Camacho y Cano. “Desde los primeros compases me di cuenta de que el tono era muy alto para mí”, confesaría.
A una señal del pianista, el asistente hizo sonar la terrible campana, eliminando a Gabito. El premio terminó en las manos de una bella rubia que había masacrado a su turno un trozo de ‘Madame Butterfly’.
En el 2007, Gabo cantó en La Cueva. Lo hizo uniéndose a las voces de sus hermanas Ligia y Rita, que de pronto empezaron a entonar ‘O sole mio’ en la pequeña Biblioteca Fuenmayor, donde reposa el centenar de libros que alguna vez perteneció a José Félix y a Alfonso.
Abrazada a Salvo Basile, Ligia había invitado con un ademán a su hermano, aunque Gabito parecía más interesado en repasar los títulos de los libros ahí expuestos que acompañar el canto ya iniciado por el grupo.
Tras los vidrios de la estantería se muestran al nobel las obras de Faulkner, Mutis, Steinbeck, Lawrence Stern y Graham Greene, pero la pieza operática sigue tomando forma en las voces del grupo y, seducido por aquel sentimiento colectivo, el escritor decide por fin ponerse la mano en el pecho y demostrar cuánto sabe de la música y de la letra de aquel disco inmortalizado por Caruso.
Gabito canta firme, tocando su corazón con la mano que levanta al infinito en el envión final. “Esta la cobro cara”, exclamará entre aplausos.
Al despedirse, prometerá armar muy pronto una parranda con Escalona, donde habrían de sonar sin falta, según él, la ‘Elegía’ a Jaime Molina, ‘La casa en el aire’, ‘La patillalera’, ‘El arco iris’ y ‘La creciente del Cesar’, para empezar...
HERIBERTO FIORILLO
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