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Camilo

La obra de teatro sobre la vida de Camilo Torres es una bella contribución a la paz.

La producción en equipo del Teatro La Candelaria, bajo la dirección de Patricia Ariza, pone en escena el camino interior del padre Camilo Torres Restrepo en una interpretación simbólica de la sociedad y de la Iglesia de hace cincuenta años.
La obra tiene un ritmo cautivante de actuaciones individuales y grupales que se complementan. Los vestidos campesinos, los trajes citadinos y la joven enamorada de blanco y descalza mantienen la época. Una mujer en atuendos largos, como coro de tragedia griega, hace las veces de parca y deja caer las preguntas pertinentes sin respuesta. Las sotanas, vestidas y desvestidas por todo el grupo, escenifican la tensión de hombres y mujeres de vocación religiosa ante la pobreza y las protestas; y hay momentos de diálogo de tremendo realismo.
El trabajo orquestal de danzas y cantos con oraciones en latín y procesión de pueblo mezcla la seriedad y la comedia en un performance musical de informalidad pintoresca. El arreglo escenográfico, con la simpleza de un fondo gris, se abre en un momento para dar entrada al poder eclesiástico, que se desplaza impávido mecánicamente sobre la escena, sin inmutarse ante los reclamos de justicia del pueblo; interpretación figurada impactante de un hecho histórico obviamente mucho más complejo. Es brillante la acción combinada de mujeres y hombres que cruzan los géneros para personificar a Camilo, interpretado y cuestionado por unos y por otras.
La obra no es histórica. Pero el equipo se embebió en biografías del personaje, en el diálogo de sus escritos y en las grabaciones de noticieros de entonces. Así logra aproximarnos al drama personal del muchacho bogotano, de familia liberal, que vive la educación seminarista preconciliar, es impactado por la inequidad y reclama a sus formadores que antes de discutir la inmortalidad del alma enfrenten la mortalidad de los pobres que mueren de hambre. Uno echa de menos al sociólogo de Lovaina, al miembro de la comisión de Reforma Agraria, al profesor de la Universidad Nacional, pero es obvio que la directora quiere concentrarse en el proceso interior del hombre que desde el evangelio siente crecer en el alma una pasión por la justicia social que finalmente se lo traga.
La obra permite compartir las rupturas de Camilo. En una actuación excelente, la mamá reprocha al hijo muerto el haberla contrariado por irse de cura cuando su destino era otro. En todo el desarrollo, evidencia la lucha espiritual del joven moderno en el seminario tridentino. Pone la indignación contra su sociedad, que lo lleva al lanzamiento del Frente Unido; y el crecer de su libertad personal hasta defender ante el Arzobispo la opción sacerdotal por la lucha pública contra la injusticia.
Finalmente, revive las incertidumbres de la decisión por la guerrilla, la tragedia de amar y no querer matar, la compasión por el soldado moribundo a quien se aproxima para arrebatarle el fusil, y el tiro que le quita la vida cuando él todavía no había disparado contra nadie.
La obra es una bella contribución a la paz; para mí, una experiencia estética confirmante del Camilo que conocí en mayo del año 1965 invitando a respetar la voluntad de la mayoría popular y que por eso mismo estaría hoy entregado a la construcción de la paz, al lado de la inmensa mayoría de las víctimas y de los pobres.
Al recordar al Camilo del Frente Unido, que en los últimos cinco meses quedó atrapado en la ilusión de la lucha insurgente, me viene el recuerdo de Marcos, el comandante del Eln a quien mató el Ejército, quien, al entregar hace unos meses al canadiense secuestrado, delante de los que hacíamos de garantes, le dijo cruda y fraternalmente: “Perdónenos, hermano, pero es que aquí todos estamos atrapados en esta guerra hijoeputa”.
Francisco de Roux
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