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El fútbol, a patadas y 'pute...'

‘La fiesta del fútbol’, dicen aún algunos, ingenuos, cuando se refieren al deporte más popular del mundo. “Es un juego que se vive en familia”, otra de las frases cliché en la jerga de “la redonda” que parece más el comentario de algún loco que algo sensato y verosímil. Los estadios ya no son recintos de alegría, de goce, de disfrute; son campos de guerra. El Campín, el Pascual Guerrero, el Atanasio Girardot, hasta el Alberto Grisales, de Rionegro, han sido testigos de la demencia que se apoderó del fútbol. No puede uno ir a ver a su equipo (visitante) con la camiseta ni gritar un gol porque se expone a recibir, como menos, un insulto, un escupitajo o un golpe. Esta fiesta (¿?) ahora se vive a las patadas... y a las ‘puteadas’.
Recuerdo cómo hace más de 15 años, cuando empecé a ir al estadio en mi ciudad natal, uno se sentaba con alguien del otro equipo. Conversaba, se reía, se ‘recochaba’. También recuerdo que el estadio no tenía barreras invisibles donde uno se tuviera que sentar dependiendo del color de la camiseta que llevara. Veía a los niños con su papá y su mamá, felices, celebrando o lamentando goles. Pero eso no es más que un recuerdo, ya no queda nada.
Nos ‘internacionalizamos’ y todo se jodió. Llegaban de Argentina esas “barras bravas”, con cánticos, con insultos, con odios y pasiones, y acá las quisimos imitar. Adoptamos lo peor. Llegaron las riñas, los muertos, los vándalos. Tuvimos que ver cómo los vecinos de los estadios sufrían cada vez que se armaban batallas campales sin razón alguna, por el solo hecho de que uno era ‘azul’, ‘verde’, ‘rojo’, ‘amarillo’, ‘violeta’, ‘rayado’, etc., y sus casas quedaban con las ventanas rotas y las paredes, pintadas con aerosoles.
Soy confeso hincha del Cali, pero me dolió saber que hace una semana, cuando me disponía a ver un partido Cali-Millos con un gran amigo (fanático furibundo de los ‘azules’), a un hincha del equipo bogotano lo mataron a puñaladas en mi ciudad natal. ¿Acaso es eso fútbol? ¿Muertos? ¿Acabar con una vida por llevar una camiseta? Esto hace rato se salió de madre, y el problema no es ajeno, todos los que transpiramos y amamos este deporte nos volvimos unos violentos, unos salvajes, unos animales.
Digo todos porque mutamos. Y somos culpables. Fui tres días después del homicidio del ‘barra’ de Millonarios, ya como visitante, a ver a mi equipo. El solo hecho de tener que guardar silencio me permitió ver en los rivales lo peor de mí. Como si fueran los otros un espejo, comprendí que no son solo “las barras bravas” el problema. Señores con traje, de la más alta estirpe capitalina, parecían poseídos por no sé qué demonio. En un minuto podían gritar más de 30 madrazos sin razón. Al primer indicio de saber que había entre ellos un contrario, eso les generó un odio visceral que aún hoy no entiendo. ¿Qué les hice? ¿Qué me han hecho otros hinchas a quienes he ‘puteado’? ¿En qué momento nos dejamos llevar a estos niveles de rencor con nuestros amigos, vecinos, conocidos? Lo que más me dolió fue saber que yo soy igual y que en algunas ocasiones he hecho lo mismo que ese día me pareció tan reprochable.
Estamos llevando al estadio nuestros problemas, nuestra ira. Se puede seguir –y seguramente se seguirá– con el discurso bonito para recriminar la violencia, “rechazar” actos que atenten contra la vida de otros, pero en las tribunas queremos matarnos y así nada va a cambiar. Si no volvemos a comprender que el fútbol es solo un deporte, un juego; que siempre habrá un perdedor; y que aquel que, al igual que uno, vive y se desvive por un equipo es el amigo, el hermano o el colega, como lo ilustró el argentino Ignacio Copani en su canción ‘Igual que vos’, una bomba nos estallará en las manos: “Y aunque pensemos de manera diferente/ y yo no cambie ni aunque me lo pida Dios/ y este domingo estés en el tablón de enfrente, / yo soy igual que vos”.
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