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Esta es mi fórmula

No se encuentra por ninguna parte, ni en el cielo, ni en el infierno, ni con la ayuda de la lámpara de Diógenes, una persona sensata que elogie a la clase política colombiana; por el contrario, todos, absolutamente todos, se quejan de la desgracia que llevamos encima por años y años, con políticos descarados, sin corazón ni compasión ni vergüenza, mentirosos, ávidos de dinero, sin Dios ni ley, absolutamente sordos ante el clamor de los pobres y ciudadanos del país. Y cínicos (cínico viene del griego y significa perro). La inmensa mayoría de colombianos expresa total pesimismo porque no ve la forma de cambiar esta caterva de pícaros y sinvergüenzas que se dan sus buenas mañas para perpetuarse ellos, sus esposas o amantes, sus hijos, sus sobrinos, sus compinches.
Hace muchos años vengo ‘craneando’ una fórmula que permita a nuestra podrida democracia oxigenarse un poco. Puesto que la democracia es el gobierno del pueblo por el pueblo, quiero entregar al pueblo el poder absoluto de decisión. ¿De qué manera?
Cada ciudadano dispondrá de tres votos, uno positivo y dos negativos. Con el primero votará por el candidato que quiere que sea elegido gobernante o legislador. En las otras dos papeletas escribirá o rayará dos nombres de personas que él considere que son indignas de ser elegidas. Son los votos negativos. Un candidato que obtenga la tercera parte, o más, de votos negativos sobre los positivos queda descalificado. Así de sencillo.
Ya veo venir a los leguleyos con el argumento de que esta es una forma de ejercer justicia y que solo los jueces tienen ese poder. Vamos a ver. Casi más desprestigiados y podridos que la clase política colombiana están la justicia y los jueces. Para ellos, y según la ley, todo es presunto. Y así miramos aterrados cómo grandes criminales y ladrones del Estado o no van a la cárcel o reciben penas ridículas porque hábiles abogados (¿pícaros también?) prolongan los juicios, que al final se acaban por vencimiento de términos o fallos de procedimiento o porque alguien ha comprado a los jueces. El pueblo conoce bien a los pícaros, asesinos y sinvergüenzas, y cuando los descalifica con su voto no está suplantando a los jueces, sino que simplemente está diciendo que cree que este y aquel no son aptos para gobernarnos y no los está condenando en juicio y no los está mandando a la cárcel. Y siguen siendo “presuntos”.
Esta es mi fórmula. Lo demás es carpintería, por ejemplo en cuanto a los porcentajes: con qué porcentaje de votos negativos sobre los positivos se descalifica a un candidato, si con el 20 o el 30 por ciento o más. Entre todos podemos perfeccionar la fórmula.
* * * *
Nada que ver. Creíamos que el numen literario de Gustavo Álvarez Gardeazábal se había secado. Estábamos equivocados. Reaparece con una novela vibrante: La misa ha terminado. Se podrá o no estar rabiosamente de acuerdo o en desacuerdo con la intención del autor, pero no con la fuerza, la lucidez, la abrumadora y torrencial facilidad narrativa. En otras de sus novelas el autor se coloca en un punto fijo y hacia él hace confluir magistralmente los varios relatos del entramado total. Ese punto fijo es “el día de hoy”, es el tiempo. En La misa ha terminado, los relatos de los varios personajes también confluyen desde diversos ángulos hacia un punto fijo, que esta vez no es el tiempo, sino la acción, el accionar de los personajes. De nuevo leemos un Gustavo Álvarez descarnado, desbocado, enemigo del adjetivo y dueño de un relato que se lee de un tirón. El libro no necesita de un cartoncito indicador de lectura. Nos encanta que el periodismo no se haya tragado al narrador de Tuluá.
Andrés Hurtado García
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